Son las
6 de la mañana y me despierta el conjuro de una habitación helada, el murmullo
de la lluvia de invierno en el desierto y el tormento de la literatura póstuma
de Bolaño, o sólo eran ganas de mear y ahí acaba todo. Pero la cuestión es que
no puedo dormir y siento mi corazón
vibrar con furia, sabe que está vivo y tal vez ha conocido su destino, nuestro
destino, por eso no me deja dormir y me obliga a pensar y escribir.
Late pleno
de adrenalina, como lo que siente un perturbado, un enfermo al matar, asfixiando contra su pecho a la víctima, para luego acariciarle el pelo, en un gesto que
parece tierno, tiernamente atroz.
Late como
el corazón de un Dios, que crea, dispone y ejecuta a su antojo. En el corazón
de ese Dios viven y mueren todos los seres que con su infinita piedad fueron
creados.
O más
bien late como el corazón podrido de un escritor, de un poeta, quien sediento
de divinidad juega a ser Dios, y decide sobre la dicha de sus bastardos
personajes.
Así me
despierto a las 6 de la mañana con ese temblor en el pecho de destruir cualquier mundo
paralelo, uno de hormigas atrapadas en la imaginación maligna de un niño.
Bolaño
me habló en sueños, y me sentí responsable de su obra, que no me pertenece o
sí, porque él ya está en el Olimpo, con tantos otros y su obra es expropiada
por la humanidad para su gozo; un placer infinito escritas en páginas finitas,
las cuales sólo la muerte tuvo el valor de culminar.
Roberto me
habló de cómo le temblaba el pecho al escribir, del poder infinito que tenían sus
dedos, de cómo el bolígrafo tiene la capacidad de parir a tantos hijos como
miles de madres, cómo la tinta puede ahogar a los hombres como un mar, cómo una
pluma puede desnudar y amar a tantas mujeres, cómo puede enfermar y finalmente
morir.
Nada es
real, pero existe, una existencia cruda y absurda. Es necesario encerrarse en la libertad de un cuaderno en blanco para disponer de lo bello y lo
atroz que late en tu convulso corazón.
Me desperté
a las 6 de la mañana y quizás ya nunca vuelva a dormir.
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