sábado, 23 de enero de 2021

VOLVER.

 Diré que he vuelto de un largo viaje, y después guardaré silencio. A dónde he ido poco importa, lo que cuenta es el regreso, y volveré a callar.

Cuando bajé en la estación comprendí que ésta tenía el olor, el calor y la vida que tienen todas las estaciones. Convirtiéndome en otro extraño escondí mis ojos detrás de las gafas de sol, cargué la mochila y caminé por aquellos andenes conocidos y ajenos. Nadie espera a quién juró no regresar, ni siquiera mi ciudad que entonces dormía cubierta por la fría sombra del sol de media tarde.

Me asaltan los momentos y las preguntas, miro mis pies pisando de nuevo estas calles como intentando silenciarlo todo, pero es inútil, sabía que esto pasaría. Tomé el camino que debía, nadie me obligó, nadie. Dónde he estado qué importa. Las ciudades acaban siendo todas iguales. Con quién he estado quizás sea una pregunta más interesante, y quién ha estado conmigo. Personas, hombres y mujeres, que en algún momento me ayudaron, me jodieron o me dieron igual, quizás alguien me amó, y quizás, a alguien amé. Todos existen en el infinito jardín de la memoria, como existe esta ciudad y sus árboles en la vereda florecidos por mi vuelta.

¿Fui consciente o fue algo instintivo? La primavera trae siempre algo de regreso, decía mi abuela. Mi abuela también es un recuerdo y sus palabras una profecía.

¿Qué has hecho todo este tiempo? Aprieto sus manos mientras mi cara dibuja una mueca, conozco bien la respuesta, pero vuelvo a guardar silencio, prometo contártelo poco a poco, Sofía.

domingo, 14 de febrero de 2016

II

El eco de dos copas perturbó el silencio que acariciaba sus manos  
y brindaron
casi por nada.

un abismo bajo el puente de cartón
y afuera llovía
por última vez.

desde la ventana la ciudad sería eterna
y sonriendo
mojaron sus máscaras.

dos cuerpos sobre la misma cama
susurrando
letanías

domingo, 7 de febrero de 2016

Por una cabeza

La universidad recibe cada año cientos de estudiantes de otros países, y a su vez envía estudiantes a otras universidades; pero lo cierto es que la universidad es solo una excusa, no suelen asistir con regularidad a clase, les preocupan otras cosas, ya sabe, viajar por el país, hacer fiestas, conocer gente, aprender idiomas… Los profesores solemos aprobarlos si muestran un mínimo de interés, si se presentan a los exámenes, por lo menos. Como tutor suyo me interesé por su situación en la ciudad, me dijo que se encontraba a gusto, que le gustaba pasear de noche por la ciudad, claro que le advertí que evitase ciertos barrios.

Me pagó 6 meses por adelantado, por eso consiguió que le rebajase un poco el alquiler, no suelo dar el brazo a torcer con ese tema. Llegó directamente con la maleta, me dijo que estaría hasta verano en la ciudad, que estudiaba en la universidad, pero también trabajaba para un periódico en internet. Me pareció buen muchacho, aunque no hablaba perfectamente el idioma, sabía ser educado.

Venía de vez en cuando por aquí, nunca supe su nombre, siempre saludaba, pedía un café con leche y se sentaba en aquella mesa junto a la ventana. Solía estar una hora, hora y media, siempre volvía media taza de café frío. Escribía o leía, se olvidaba de todo, no sé cómo lo conseguía, a pesar del ruido no levantaba la cabeza del cuaderno, salvo para mirar por la ventana. Recuerdo que esa tarde no vino solo, lo acompañaba una muchacha morena con el pelo muy largo, ella se marchó antes que él. En algún momento me pareció ver como se acariciaban las manos, me alegré por el muchacho, pero ahora creo que fue más bien una despedida.

Sus profesores me han comentado que sí lo habían visto en clase, que iba frecuentemente, pero coincidían en que parecía distraído, siempre mirando por la ventana, lo cierto es que las vistas de la ciudad desde la facultad son maravillosas. Ahora que lo pienso, recuerdo que una vez lo saludé por el jardín de la facultad, y estaba acompañado de una muchacha, puede ser la de foto. No entiendo que pudo haber pasado, no creo que vuelvan a enviar estudiantes de su universidad.

Cuando entramos al departamento, una corriente de aire hizo volar los papeles de la mesa, por eso fui corriendo a cerrar el ventanal del balcón, pero el otro policía me gritó que no tocase nada, le respondí que esa no eran formas de hablar a una señora. Me pareció que todo estaba en su sitio, quizás algo más sucio, algunos platos en el fregadero, la cama sin hacer, algo de polvo en los muebles, pero nada que no haya visto en otros inquilinos de la misma edad, los jóvenes tienen poco cuidado con esas cosas. Lo que más les llamó la atención a sus compañeros fueron los cuadernos manuscritos, unos 6, pero entre la caligrafía y el idioma no pudimos entender nada. También me preguntaron por la pila de libros junto a la cama, casi 20, desparramados por el suelo. Creo que fue ojeando uno donde encontraron la foto del chico con una muchacha. Tenía pensado llamarlo esta semana, aun le quedaba medio mes de alquiler.

Esa noche había sido tranquila, sí, está bien para ser un martes de enero, pero con este tiempo tan loco, casi 20 grados, miré, la gente se anima  a tomarse una  cerveza antes de volver a casa, pero esa noche no, por eso salí a recoger las mesas más temprano, serían las once. La chica que me ayuda en la barra, trabaja por horas, sabe, si no hay trabajo pierdo dinero, eso de los brotes verdes es tan relativo. Sí, estaba recogiendo las mesas de fuera cuando una mujer pegó un alarido, iba a decirle algo cuando vi que señalaba al cielo, apena vi algo antes de escuchar aquel ruido seco.

lunes, 1 de febrero de 2016

Garúa

     Acarició su cuerpo débilmente, temblando, tocó con la punta de sus dedos la piel tensa y fina, rozó su brazo izquierdo, siguiendo la línea de las venas de los antebrazos, aún hinchadas, deslizó sus manos por el abdomen, subió por el centro hasta alcanzar unos pequeños y blandos pechos, sintió el pezón izquierdo aún húmedo de su saliva, besó los muslos flacos y apoyando su cabeza sobre el pubis ennegrecido por el vello incipiente, sintió como una lágrima descendía por el costado de su cara y mojaba un cuerpo cada vez más frío. Tenía los ojos grandes, cerrados, le acarició la frente, besó su boca entreabierta con sabor a humo, continuó arrastrando sus labios por las mejillas anguladas, le susurró al oído, no te mueras, desesperado, pidió perdón, derrotado. Se recostó al lado del cadáver desnudo de la mujer que acababa de amar. Eran más de las dos de la tarde de un domingo nublado de octubre. La luz entraba por una estrecha ventana, resaltando el blanco impoluto de las paredes y las sábanas. Miraba su cuerpo en silencio, imaginando que dormía, pensando en los sueños que podría tener, como aquel que una vez le contó. Había soñado que caminaba sola por un bosque de hayas enormes, miraba a su alrededor, atenta a cualquier sonido, los pájaros y las ardillas hacían crujir las hojas y las ramas secas, tenía miedo, pero la empujaba el inconsciente valor, era apenas una niña y su padre la había mandado a recoger frutos rojos, pero se había alejado más de la cuenta y se había perdido por caminos que se bifurcaban, oscurecía y los pájaros callaban progresivamente, comenzó a gritar por su padre y a llorar, desesperada empezó a correr perseguida por las sombras, hasta que anocheció completamente, y en aquella oscuridad absoluta, aterrada, sintió como unas manos empezaban a tocarla, ella intentaba defenderse, zafarse, pero las manos eran grandes y más fuertes que ella, la vencían y su cuerpo se convertía en un objeto en medio de la sombra de dos hombres que la denudaban y lamian. Luego despertó asustada y húmeda. Se lo había contado en esa misma cama, desnuda y poderosa, mientras fumaba, él la escuchaba siempre intentado descifrar el verdadero mensaje de sus palabras, de sus actos, sabiendo que lo provocaba, dudando si había sido o no un sueño. Aquel delicado cuerpo escondía cientos de secretos que eran revelados después de hacer el amor. Ahora estaba muerta y todas las historias eran mentira, y todo el sexo había sido una ilusión de algo más perecido a la desesperación que al amor.

Se había quedado dormido con una mano sobre el cuerpo, ya helado. El ángulo perfecto de la luz dividía en dos mitades exactas el cadáver, pensó que le habría bastado con menos, se excitó, la recordó hermosa y enigmática. Había conseguido seducirlo cada noche, enloquecerlo con sus gestos precisos y tiernos, con las palabras que brotaban sensuales de sus labios, supo convencerlo de su tristeza, de su necesidad, de su deseo. Recordó la sinfonía sus cuerpos. “Conjugas todos mis pecados, provocas todas mis locuras”, le había escrito una madrugada antes de marcharse y dejarla dormida, ahora hubiese escrito: “Eres todas las mujeres que quise amar”. Se vistió mirándola, siendo consciente de todo el dolor que sentiría, beso sus gélidos labios por última vez y se marchó dejándola donde siempre había estado, entre la luz y las sombras. En el salón flotaba aún el humo y el vapor del vino de las copas que habían dejado casi al alba, recordándole la resaca que cargaba. Salió del departamento, desde la ventana de las escaleras miró la ciudad incendiada de luces naranjas, las campanas de la catedral retumbaron nueve veces en sus tímpanos. Con los pies en la calle, un vendaval de realidad le agitó el pulso, hundió su cabeza entre los hombros, caminó unos veinte pasos antes de darse cuenta de la fina lluvia que caía.

domingo, 21 de junio de 2015

Limón

Gota a gota,
sin demora,
casi imperceptiblemente,
pero incesante,
pero insaciable,
casi insensiblemente,
sin prisa,
paso a paso.

Una mañana encontré los besos
junto a unos labios fríos,
los últimos espasmos desparramaron
los añicos de papel al cielo,
y decidí
desvestir ciudades de cobardes ilusiones,
arranqué mis rodillas de la arena de aquel reloj
donde pervertía las horas,
y torturaba los segundos,
donde había quedado encerrado
lo insumiso y
lo silencioso de dos miradas
que hurgan más allá de sus pupilas incendiadas,
donde incansablemente subían
las mareas.  

No hubo un de repente,
ni un preparados,
nadie me avisó,
nada,
todos se callaron,
ni un atentos,
no hubo más.

Despegué la carne del arte,
descolgué mis manos del subterráneo,
sumergí los cabellos en viento,
inundé mis tímpanos de sol,
derramé  mis ojos de sinfonías,  
y así, súbitamente,
nació el Universo
del corazón seco de un limón.

lunes, 15 de junio de 2015

Colt

Sólo necesito las palabras exactas, el tiempo preciso, la intriga justa. Creo que si estuviera a punto de morir este texto sería el mejor que escribiría. Oler el perfume de la muerte podría enloquecerme, o eso creo, o eso quiero creer para consolarme con textos mediocres. ¿Qué sería sentir el frío metal en el cogote?, despacio, te susurra una voz gastada, no te muevas, sus amenazas traspasan todas las fronteras, me siento desnudo ante una voz de mujer, no la puedo ver pero siento su cuerpo blanco y tenso como la prolongación del metal del arma que nos enlaza, nuestros corazones laten a la misma velocidad, pero ella es una gran profesional y mantiene las formas, en cambio a mí se me quiebra la voz,  un tartamudeo cobarde suplica por mantener un instante más esta absurda vida, ella sin embargo ríe poderosa dentro un lujurioso vestido rojo, mi vida no vale nada para ella, las vidas en general no valen nada, aunque tengan precios y nos enseñen a buscarles un porqué, como lo busco ahora a punto de morir entre sus juegos de azar, entre sus piernas y las sombras, entre su escote y el revólver.
Buscan los poetas las palabras al borde de la muerte, convencidos de poder vencerla con su arte, al menos posponerla una noche más, escriben  sus vulgares obituarios, pretendiendo superar la voluntad de los fantásticos y fanáticos dioses que crearon a los hombres, para llegado el momento enfrentarse al juicio de la eternidad con un corazón perturbado y una espiral de versos compuestos  en inventados abismos, enjuagados en alcohol, amenazados por el metal de un revolver Colt Anaconda sujetado por las finas y excitadas manos de una rubia que se marchará de la misma manera que vino, después de hacerme manchar con sangre de versos lo que pudo ser un gran poema de un mezquino amante.

domingo, 31 de mayo de 2015

Canibal

Sed, beberé el jugo eterno por tu piel,
la música serán nuestros gritos,
pobres animales de pecado y miel,
tiemblas, hay arte y pasión en el mito.

Hambre de años, de siglos prohibidos,
condena de alimentarnos de esencia
 y tras los ojos un deseo dormido,
ángeles desmenuzan la decencia.

Lujuria, los cuerpos desaparecen,
manos y aliento ya desesperados,
marea imparable de carne ardiente.

Noche trastornada de estrellas negras,
desato una bestia que lucha y vive,
devorándose en su última cena.

domingo, 5 de abril de 2015

Relato insignificante VI

Desconozco que pasó después, todo lo que sé es que llegó corriendo, asfixiado, tuvo que esperar unos segundos para recuperar la voz, nosotros lo escuchamos con cierta expectación, parecía traer un mensaje importante, había golpeado con fuerza las puertas a las 3 de la madrugada. Pero no, sólo preguntó dónde estaba y hacía cuánto se había marchado. Llegaba 2 días tardes y nadie sabría adivinar dónde podría estar. Alejandra nunca nos lo dijo, creo que tampoco nadie se lo pregunto. Todos dábamos por hecho que se marcharía, aunque después de lo ocurrido permaneció dos semanas más con nosotros (tal vez esperándolo); pero todos en casa dejamos de sentirla, y la entendíamos, por eso nadie intentaba sacarle palabras que ella no quisiera entregarnos , ni gestos, ni miradas que ya no nos pertenecían, que ya no le pertenecían a este mundo.
Manuel había corrido más de 2 kilómetros, desde un departamento donde permanecía escondido desde hacía  más de 3 meses, atravesó toda la ciudad, que ya no era una ciudad sino una mezcla de escombros y sombras. Acababa de enterarse, o simplemente soñó o sintió lo que había pasado, hay personas que pueden hacer eso, aunque en este caso el mensaje había llegado demasiado tarde. No nos pidió más detalles de ella, no nos preguntó qué había hecho después, o si habíamos intentado ayudarla de alguna manera. No le interesaban nuestras ajenas reacciones u opiniones, mucho menos nuestro consuelo, que seguro consideraba inútil o falso, y lo entendíamos. Alejandra había violado todos los códigos, todas las reglas, y eso en este mundo nunca queda impune, aunque ella tal vez nunca llegase a comprender las razones.
No dijo ni siquiera adiós, todos la vimos en silencio bajar la escalera, tuvo un último aliento de valor para mirarnos a los ojos (me impresionaron sus ojos, estaban huecos, casi ciegos), intentaba decirnos algo que, supongo, ni en un millón de un años entenderíamos, y sin embargo para ella era obvio, absoluto. Cargaba una mochila donde llevaba algo de ropa y todas las pruebas de su crimen. Desde el primer momento supo que todo aquello sería su condena, aunque nunca imaginó la gravedad de las consecuencias. Todo aquello que pasaría y que conseguiría, por fin, borrarle esa estúpida sonrisa de la cara. En la puerta sujetando el pomo se detuvo más de la cuenta, fue incapaz de decirnos aquello que hubiese gritado, suspiró y salió.

domingo, 29 de marzo de 2015

0

Escribí para borrarte,
para que te pierdas en un bosque
de papel, para que te
inundes de tinta derramada,
para que seas la última,
la abandonada, la suave e imperfecta
rima de unos versos que ya no significan nada
de ti,
ni de mí,
de un poema que ya no existe,
de un poema que es ceniza
de todos los versos que te entregué,
que fueron todos, los que alguna vez
pronuncié, y otras tantas callé,
pero que siempre y
como una promesa te dibujé,
te soñé,
te sentí,
te viví y te sobreviví en ellos,
que quemé
después de amarlos,
después de naufragarlos,
después de los después,
siempre tarde,
siempre,
una coma, un punto, siempre fin.

Escribo
porque es lo único que puedo hacer
con mis uñas y la tierra,
porque aquí nunca desapareces,
y cuando sea una mota de polvo,
una gota, un suspiro, una mancha,
aquí seguirás eternamente,
encerrada y encadenada a mis poemas,
el más hermoso de los regalos
que un topo puede ofrecer a una dragón-princesa,

escribiré y lo seguiré haciendo
aunque ya no sirva para nada.

domingo, 22 de marzo de 2015

Carolina

Me cuesta enfrentarme al papel, pero debo contar esta historia que no es otra que mi vida, la historia de una desdicha. Para ponernos en situación diré que entonces era feliz, todo lo feliz que puede ser una persona que disfruta de la naturaleza salvaje en largos paseos, que lee sin prisa, que ama y es amado por una mujer. La vida había sido generosa conmigo, la herencia de que recibí de mis padres en mi época  universitaria hizo que nunca tuviese que preocuparme por asuntos económicos, por lo que pude dedicar mi vida en exclusiva a la literatura. Había publicado algunas novelas que habían sido aceptadas por la crítica y difundidas por un editor amigo de mi difunto padre. Eran novelas mínimas en las que los protagonistas vivían en constante conflicto con su escritor, eran conscientes de ser quienes eran, seres imaginados, e intentaban revelarse contra su creador, contra mí. Me divertía este tipo de escritura en la que me sentía autor y también parte de la historia. Compartía mi vida, como ya he dicho, con mi mujer, Carolina, que era maestra de literatura en el colegio secundario de la pequeña villa donde vivíamos a las afueras de una ciudad, cuál no importan, soy de los que creen que todas las ciudades terminan siendo la misma, en todas los hombres pierden el sentido natural de su existencia, por eso habíamos elegido esta pequeña localidad entre los artificial y lo natural. Mi vida era tranquila, por las mañanas escribía sin prisas, sin agobios, por mero placer, y por las tardes Carolina y yo salíamos a pasear, o nos entregábamos a la lectura compartida del mismo libro, abrazados sobre el mismo sofá, habíamos conseguido tal nivel de sincronización que no necesitábamos avisarnos cuándo pasar de página, luego, después de cenar, charlábamos sobre el libro que habíamos compartido, o me contaba de sus clases, a veces se entristecía porque creía que la juventud ya no era capaz de disfrutar de la literatura como antes, o no descubría a ningún joven poeta entre sus alumnos, y ella se esforzaba por crear ese vínculo inmortal entre los hombres y los libros, otras veces llegaba radiante porque en su taller de escritura creativa había descubierto un signo de talento en alguno de aquellos jóvenes, a los que premiaba con la nota más alta y con el obsequio de alguno de nuestros libros más querido, ella decía que era necesario que el potencial autor o autora leyera ese libro, me decía que era una especie de inversión, que si el escritor novel no leía por ejemplo: a Borges o a Kafka, nunca explotaría su potencial, era una cuestión vital, y se esforzaba en encontrar las palabras justas para la dedicatoria del libro.  Traspasaba sus funciones didácticas y se convertía en promotora de futuros escritores. Con el paso del tiempo tuvo varios éxitos, varios de sus exalumnos llegaron a publicar interesantes novelas en las que agradecían siempre, a mi profesora Carolina por sus consejos, ella lo tomaba como verdaderos triunfos personales, yo la felicitaba, y lo celebrábamos con la conjunta lectura de dicha obra en nuestro sofá. La amaba por todo eso, por su manera de amar la literatura, por su forma a veces maquiavélica pero siempre tierna de dirigir la vida de sus alumnos hacía las letras.
 Conocí a Carolina como conoce uno a la mujer de su vida, de repente. Yo andaba  buscando una historia que contar, buscando personajes vivos que meter en las páginas en blanco, buscando también un escenario, y entonces la encontré sentada en el banco de un parque, sus ojos se perdían entre los árboles y las páginas del libro que sostenía en sus manos, quiero recordar que era Anna Karenina, pero nunca me atreví a preguntárselo, yo consciente de mis intenciones le pedí compartir el banco y poder  leer y observar, observarla, ella me miró extrañada por la petición pero accedió, hizo a un lado su mochila, y pude sentarme y leer. Al rato, intrigada me preguntó qué leía, entonces le dije que me leía a mí mismo, aunque pareciese algo narcisista necesitaba leer una vez más mi obra para una futura reedición, a ella pareció interesarle el hecho que yo fuese escritor, se ofreció para ayudarme, o al menos darme su opinión de mi novela, me pidió que le prestara mi libro y que en 2 días nos volviéramos a ver en el mismo banco a la misma hora, a mí me pareció una gran idea, en agradecimiento por su gesto le regale el ejemplar con mi número de teléfono en forma de dedicatoria, y se marchó alegando que no podía leer el libro en presencia de su autor. Al cabo de 2 días nos volvimos a encontrar, ella cargaba con mi libro y varios folios llenos de anotaciones acerca de posibles cambios que serían convenientes para la siguiente reedición, me quedé sorprendido por la intensidad de su lectura. Desgranaba página a página la historia de un oficinista que se autoimponía una disciplina casi marcial en su oficio, convirtiéndose prácticamente en un autómata, pero sin embargo era incapaz de comprender y aplicar las reglas sociales en su vida personal, había olvidado comportarse de manera cordial y también correcta con sus familiares y amigos, hasta el punto que estos dejaron de verlo y el oficinista se queda solo, anclado en su oficio hasta el día de su jubilación, cuando comprende que ha perdido todo contacto con la realidad, que la burocracia ha sido su vida y no puede seguir sin ella, por lo que se encierra en su casa, desde donde relata, a modo de informe, lo que ha sido su vida, el cual envía a Dios, quien nunca contesta a pesar de que las esperanzas del exoficinista se mantienen intactas hasta sus últimos días. El relato le parecía poco original, aunque trataba, según ella, con buena mano el tema de la soledad y la desesperación, mi manera de narrar era bastante lineal y por tanto amena. Me propuso un final alternativo: que obtuviese el burócrata la respuesta divina. Me pareció algo descabellado, pero no podía negarme a estudiar la propuesta de alguien que no dejaba de fascinarme, finalmente la novela no se reeditó, pero nosotros continuamos encontrándonos en el mismo parque cada tarde para hablar de literatura, y de ahí pasamos a hablar de nuestras vidas, y terminamos por enamorarnos de aquellos encuentros, de aquellas charlas que juramos mantener hasta el final de nuestros días. Así sería nuestra vida, así completaríamos nuestras páginas, haciéndonos imprescindibles, necesarios, complementarios, hasta aquella tarde, cuando ella no regresaría a casa después de clase. En el instituto me dijeron que ese día se había ausentado y que había avisado previamente de esto. Carolina acababa de cumplir 35 años, llevábamos 10 compartiéndolo todo, la vida era nuestra vida.
Ya han pasado más de 40 años, y sigo esperándola, he repasado miles de veces nuestras charlas, nuestros días felices, nuestras lecturas, y por supuesto, también nuestros desencuentros, y no he encontrado nunca una señal, un anuncio de lo que sería su huida, porque ella se fue, escapó, de eso no me cabe la menor duda, voluntariamente decidió dejar la vida que llevaba, para empezar otra, quién sabe cómo, quién sabe dónde. He seguido trabajando en mis novelas, he escrito varias donde el protagonista le pedía a su creador que le dijese por qué su mujer o su marido no volvía, y el autor intentaba consolarlo diciéndole que él tampoco lo sabía, que sólo cabía esperar, así lo hacían. Escribía esas historias con la intención de que ella las leyera y comprendiese el grado de mi desesperación, de mi angustia, de mi soledad. Fueron libros profundamente tristes, mi vida fue triste, no pude dejar la casa donde vivíamos, ni tampoco pude dejar su taller de escritura, el cual desde entonces realicé en casa, aunque cada vez hay menos jóvenes interesados, aunque en este tiempo alguno sí ha conseguido publicar, y al cual incentivé como lo hubiese hecho ella, aunque ya no estuviera aquí para celebrarlo con nuestra lectura conjunta.
 Ahora que mi vida llega a su fin he comprendido su propósito, Carolina consiguió ser la autora de toda mi vida, de todos mis libros, de todos mis actos, he sido, sin darme cuenta, su trabajo más perfecto, aunque creo que todo partió de mí y de mi idea de colarme en las historias de mis personajes, ella dedicó 10 años de su vida en conseguir que yo me convirtiese en aquel oficinista que nunca supo vivir más allá de su oficio, de su escritorio, más allá de ella, yo introduje ese germen perverso de obligar a alguien indirectamente a vivir solo una vida, a ser incapaz de despegarse de esa vida hasta el fin. Hoy es el final de mi libro, el final de su obra, aunque ella no escriba el desenlace siempre supo que sería con esta nota que escribo mientras la sangre de mis antebrazos se derrama por el suelo y mi mente, que se adormece lentamente, sigue pensado en ella.