Acarició
su cuerpo débilmente, temblando, tocó con la punta de sus dedos la piel tensa y
fina, rozó su brazo izquierdo, siguiendo la línea de las venas de los
antebrazos, aún hinchadas, deslizó sus manos por el abdomen, subió por el
centro hasta alcanzar unos pequeños y blandos pechos, sintió el pezón izquierdo
aún húmedo de su saliva, besó los muslos flacos y apoyando su cabeza sobre el
pubis ennegrecido por el vello incipiente, sintió como una lágrima descendía
por el costado de su cara y mojaba un cuerpo cada vez más frío. Tenía los ojos
grandes, cerrados, le acarició la frente, besó su boca entreabierta con sabor a
humo, continuó arrastrando sus labios por las mejillas anguladas, le susurró al
oído, no te mueras, desesperado, pidió perdón, derrotado. Se recostó al lado
del cadáver desnudo de la mujer que acababa de amar. Eran más de las dos de la
tarde de un domingo nublado de octubre. La luz entraba por una estrecha ventana,
resaltando el blanco impoluto de las paredes y las sábanas. Miraba su cuerpo en
silencio, imaginando que dormía, pensando en los sueños que podría tener, como
aquel que una vez le contó. Había soñado que caminaba sola por un bosque de
hayas enormes, miraba a su alrededor, atenta a cualquier sonido, los pájaros y
las ardillas hacían crujir las hojas y las ramas secas, tenía miedo, pero la
empujaba el inconsciente valor, era apenas una niña y su padre la había mandado
a recoger frutos rojos, pero se había alejado más de la cuenta y se había
perdido por caminos que se bifurcaban, oscurecía y los pájaros callaban
progresivamente, comenzó a gritar por su padre y a llorar, desesperada empezó a
correr perseguida por las sombras, hasta que anocheció completamente, y en
aquella oscuridad absoluta, aterrada, sintió como unas manos empezaban a
tocarla, ella intentaba defenderse, zafarse, pero las manos eran grandes y más
fuertes que ella, la vencían y su cuerpo se convertía en un objeto en medio de
la sombra de dos hombres que la denudaban y lamian. Luego despertó asustada y
húmeda. Se lo había contado en esa misma cama, desnuda y poderosa, mientras
fumaba, él la escuchaba siempre intentado descifrar el verdadero mensaje de sus
palabras, de sus actos, sabiendo que lo provocaba, dudando si había sido o no
un sueño. Aquel delicado cuerpo escondía cientos de secretos que eran revelados
después de hacer el amor. Ahora estaba muerta y todas las historias eran
mentira, y todo el sexo había sido una ilusión de algo más perecido a la desesperación
que al amor.
Se había quedado dormido con una mano sobre el
cuerpo, ya helado. El ángulo perfecto de la luz dividía en dos mitades exactas
el cadáver, pensó que le habría bastado con menos, se excitó, la recordó
hermosa y enigmática. Había conseguido seducirlo cada noche, enloquecerlo con
sus gestos precisos y tiernos, con las palabras que brotaban sensuales de sus
labios, supo convencerlo de su tristeza, de su necesidad, de su deseo. Recordó la sinfonía sus cuerpos. “Conjugas todos mis pecados, provocas todas mis locuras”, le
había escrito una madrugada antes de marcharse y dejarla dormida, ahora hubiese
escrito: “Eres todas las mujeres que quise amar”. Se vistió mirándola, siendo
consciente de todo el dolor que sentiría, beso sus gélidos labios por última
vez y se marchó dejándola donde siempre había estado, entre la luz y las
sombras. En el salón flotaba aún el humo y el vapor del vino de las copas que
habían dejado casi al alba, recordándole la resaca que cargaba. Salió del
departamento, desde la ventana de las escaleras miró la ciudad incendiada de
luces naranjas, las campanas de la catedral retumbaron nueve veces en sus
tímpanos. Con los pies en la calle, un vendaval de realidad le agitó el pulso, hundió
su cabeza entre los hombros, caminó unos veinte pasos antes de darse cuenta de
la fina lluvia que caía.
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