lunes, 23 de febrero de 2015

Instantes

De repente estoy en una plaza amplia y luminosa, mi mano derecha sujeta una pequeña taza de café, mi mano izquierda sostiene los dedos livianos de una mujer que me dice que le gusta estar aquí conmigo, mientras mis ojos se pierden entre las columnas ajadas de un gran teatro. Ahora la brisa salada me despierta frente a un mar y un cielos que quieren ser noche, una mujer a mi lado me abraza con ternura y arena, buenas noches dormilón, le dice a mis ojos que se vuelven a cerrar, al abrirlos veo un bosque frío de árboles moribundos divididos por un camino por el que corro, sofocado y sediento distingo una mujer a lo lejos que me hace señas, intento alcanzarla pero el cansancio me vence y me recuesto sobre la cama de una habitación en penumbra, la música acompaña los movimientos de una mujer que tímida se desviste ante mí, su único espectador, excitado intento tocarla, pero mis pasos me acercan a una ventana por donde entra toda la luz del mundo, una luz cálida y neutral, donde mis pensamientos, por un segundo, se preguntan si todo es un sueño o un recuerdo, si todas esas mujeres son reales o  son un dibujo tierno de mi mente exhausta, pero la luz es tan blanca que lo esconde todo. ¡Don Juan, Don Juan!, una voz me llama, ha venido su mujer a visitarlo, cada vez está más guapa, me dice una mujer disfrazada de enfermera, sonrío ignorante y educado. En frente de mí se detiene una frágil y elegante señora, me besa las mejillas y me toma las manos, yo instintivamente me entrego, aunque me gustaría preguntarle si es alguna de las mujeres en las que por un instante pienso y olvido, recuerdo o sueño, que tal vez amé, pero jamás alcanzaría describirlas, preguntarle quién fui, aunque poco importe, qué fuimos, aunque lo olvide, y por qué viene a visitar a un viejo loco, pero luego se desvanecen todas las preguntas mientras caminamos por un delicado jardín sin fin.

domingo, 15 de febrero de 2015

Vivir un poco

Pondré música, dulce y suave, serviré el vino en las copas, entonces bailaremos, muy cerca, rozando nuestros cuerpos, sintiéndonos. Te besaré la mejilla y sonreirás, todo envuelto por las sombras de un temblor de las velas. Vivamos un poco, susurraré en tu oído, olvidemos todo y vivamos, te lo pediré como el último mi único deseo, con los ojos asustados del niño y el valor del hombre enamorado. Sí, responderá la voz de una niña, y abrazaré tu cuerpo de mujer, el mismo que he buscado durante toda mi vida. Comprenderemos juntos los secretos de este mundo, viajaremos a través de nuestros cuerpos por todos los caminos, soñaremos unidos por la misma imaginación, nuestra compartida ilusión, sentiremos los años, el cansancio y la angustia en nuestra piel protegida bajo las mismas sábanas. Te amaré compañera, te seguiré en la aventura que comenzamos incluso antes de conocernos, pero en la que siempre estuvimos, hasta la noche que dancemos por última vez, hasta el punto final de los días mundanos de nuestra esencia mágica. Entonces la existencia de esta pequeña suma de sonrisas, caricias y besos habrá triunfado, y la muerte quizás no sea el fin, ni el comienzo, ni nada, para nosotros ya no habrá límites, y todo aquello que los hombres inventaron para ahogarse será la arena de una playa donde bañarnos desnudos y eternos. Sólo quiero que vivamos un poco, sólo eso, Sofía.

domingo, 8 de febrero de 2015

Encuentros

Nunca te había visto tan bien, o creo que dijo feliz, mi amigo, yo lo miré como si de repente hubiese empezado a hablar en una lengua muerta. Y qué guapa era; ¡uhm!, contesté yo con el cristal del botellín de cerveza entre los labios. Mi amigo venía de una de mis descarriadas vidas anteriores, en la que había intentado ser prestamista, o fue cuando monté una empresa de trabajo temporal, Granito de arena S.L., o ambas a la vez. Por eso había tenido que salir corriendo. Con mi amigo nos habíamos encontrado por esa casualidad infinita de esta ciudad, y la nostalgia y el aburrimiento nos invitaron a tomar una cerveza más, otra de tantas, habíamos sido buenos amigos. Recuerdo que varias veces intercedió, quizás ignorándolo todo, o quizás no, para que no me dieran una paliza los trabajadores temporales o algún prestatario alegando usura. Siempre había estado en deuda con él. Luego dijo su nombre, como un suspiro, que quedó flotando en la nebulosa de mis pensamientos algo más de lo normal, hasta que la marea de una canción de los Stones se la llevó. Entonces la vi. Vi su silueta de espaldas a los lejos, el pelo tan negro y largo, rozando su zona lumbar. Se daba la vuelta, la distancia del recuerdo no me dejó pintar sus ojos de un color exacto, creo que negros cuando sonreía, marrones claros cuando me abrazaba. Con la mano que no sujetaba sus libros me hacía señas, una mano pequeña y tierna, como toda ella. Al final conseguí despegar mis ojos del cielo del bar, un cielo en penumbra, brindé con mi amigo por los viejos amores, como zanjando el tema, y la cerveza me supo tan amarga como una puñalada. Luego mi amigo empezó a contar sus historias, me contó que cuando me fui del barrio los vecinos la tomaron con él, que incluso alguno le había dejado una nota amenazándolo, pero él conocía a su gente, era gente inofensiva y olvidadiza, a los pocos meses ya nadie se acordaba de mí. Me contó que se había casado con su novia de toda la vida, a la que no conseguí poner nombre ni cara, que esperaba el segundo varón, mostrándome las  fotos de su cartera pedí otra ronda. Brindé por su familia, aconsejándole que la protegiese, con su vida si fuese necesario, me miró serio y brindó. Yo me sentí como lo que era, un cretino, quién era yo para darle consejos a este hombre, yo que no hacía más que saltar, escapar, mentir y ensuciar todo lo que se acercaba a mí. Me hacía señas con su mano, me llamaba, yo le sonreí y la llamé también, apoyado sobre la pared, saboreando un cigarro, esa tarde  de mayo. Había bajado a despedirla, no conseguí retenerla ni un minuto más en mi cuarto, tengo clases, había protestado con una voz adolescente. Dando saltitos volvió hacia mí y me besó con prisa, nerviosa, esta noche nos vemos, dijo el hombre viril y seguro que todos tenemos dentro. La vi marcharse, juraría que feliz, radiante. La acompañé con la vista hasta que dobló la esquina. Entonces miré la calle tibia y anestesiada de aquella siesta de mayo, todo un barrio sin una sombra, sereno, e indefenso. Mi amigo tenía razón. Subí a casa, metí mis cosas en una maleta, los libros en una caja, saqué el dinero de los distintos escondites  y desaparecí, con todas sus consecuencias. Mi amigo seguía hablando orgulloso de su primogénito, de su estabilidad laboral y de lo hermosa que estaba su mujer embarazada, aún más, exclamé yo. Le dije que era tarde, claro, respondió él. Pagué la última ronda mientras intercambiábamos teléfonos, él insistió en regalarme la foto de su hijo, yo le di una tarjeta con un número inexistente. En la puerta nos dimos un abrazo largo y sincero. Se marchó contento de haberme encontrado otra vez. Yo agaché la cabeza y acomodé mi bufanda, este maldito invierno no pensaba acabar nunca.

domingo, 1 de febrero de 2015

Via Montalcini 8

Hablaba tranquilo, se expresaba sin sobresaltos, nunca levantaba la voz, como si la vida lo hubiera preparado para este momento. Sabía de todo, su discursos eran elaborados y coherentes, siempre mirándome a los ojos. Al principio hablábamos de lo que hasta entonces había sido el mundo, y nuestro desangrado siglo, yo lo escuchaba atentamente pero también atendía a cualquier ruido exterior, alerta. Cuando no concordábamos en algo discutíamos, me alteraba, y al sentir inmediata su victoria dialéctica me marchaba, lo dejaba solo. Pero siempre estábamos de acuerdo en lo diminuto que son las cosas que valen la pena, aunque ninguno fuese capaz de disfrutarlas. A los pocos días empezó a no extender su discurso hasta el final, de modo que no tuviera que abandonarlo, intentaba simpatizar con mis razones,  del mismo modo yo intentaba comprenderlo, por lo que nuestras charlas se volvieron más largas, y a veces, a pesar de nuestros extremos, encontrábamos un punto intermedio. Mis compañeros lo evitaban, preferían no tratar con él, le hablaban con respeto, sí, pero no les interesaba nada que él les pudiese transmitir. Cuando no estaban delante de él lo insultaban, despreciaban todo lo que él significaba para nosotros.
Los días pasaban y todos estábamos alerta, en tensión, sin saber cuándo todo acabaría, y él parecía cada vez más sereno. Nos pidió una Biblia, después de un largo consejo, en donde todos expusimos nuestro parecer, le concedimos lo que nos había pedido. Según la mayoría del consejo, era un acto humanitario, cualquier persona a pesar de su situación tenía derecho a seguir con sus convicciones y su religión.
Nuestras charlas, que en un principio eran únicamente políticas, fueron evolucionando hacia campos más humanos. Era un gran amante de la poesía romántica alemana, en la que según él, se refugiaba cuando no soportaba el peso de estas paredes, aunque lo dijese de una manera casi alegre, consciente del poder que tenía, a lo que se le unía la fuerza demoledora de su mirada, que a mí me llenaba de tristeza. Con el papel y pluma, que el consejo también le concedió, intentaba transcribir algunos versos de los poemas que recordaba, una vez me los mostró. Hablaban de la fuerza del espíritu, la templanza del guerrero en la batalla, de la espera eterna de su amada, de la recompensa final, de que Dios siempre estaba al lado de los buenos. Desconozco la lírica alemana de los siglos XXVIII y XIX, pero creo que aquellos papeles no eran transcripciones, sino más bien, sus propios poemas. Él era el guerrero al que acompañaba Dios hasta la victoria.
Una vez, ya consciente de su proceso, nos pidió enviar una carta a su mujer. La carta era de una austeridad y sinceridad extrema, utilizaba las palabras exactas para agradecerle todos aquellos años a su lado, la emoción de haber conseguido juntos una vida, un sentimiento auténtico, único, aquel que sólo puede sentir un hombre que ha vivido lo suficiente. Después de quemarla, me encerré en el baño y lloré con las lágrimas que hubiese derramado su mujer.
Las negociaciones no fueron fructíferas, el Estado se negaba a aceptar las condiciones de nuestra organización, ni siquiera a negociarlas. Lo abandonaron todos aquellos que se definían como sus fieles compañeros de partido.

Ante la indecisión y nerviosismo del consejo por el desenlace, incapaces de llevar al límites nuestras lucha, yo empuñe el arma, angustiada pero firme, lo mire a los ojos, sostenido todas nuestras palabras, charlas y confidencias, disparé al pecho de un hombre bueno.