domingo, 8 de febrero de 2015

Encuentros

Nunca te había visto tan bien, o creo que dijo feliz, mi amigo, yo lo miré como si de repente hubiese empezado a hablar en una lengua muerta. Y qué guapa era; ¡uhm!, contesté yo con el cristal del botellín de cerveza entre los labios. Mi amigo venía de una de mis descarriadas vidas anteriores, en la que había intentado ser prestamista, o fue cuando monté una empresa de trabajo temporal, Granito de arena S.L., o ambas a la vez. Por eso había tenido que salir corriendo. Con mi amigo nos habíamos encontrado por esa casualidad infinita de esta ciudad, y la nostalgia y el aburrimiento nos invitaron a tomar una cerveza más, otra de tantas, habíamos sido buenos amigos. Recuerdo que varias veces intercedió, quizás ignorándolo todo, o quizás no, para que no me dieran una paliza los trabajadores temporales o algún prestatario alegando usura. Siempre había estado en deuda con él. Luego dijo su nombre, como un suspiro, que quedó flotando en la nebulosa de mis pensamientos algo más de lo normal, hasta que la marea de una canción de los Stones se la llevó. Entonces la vi. Vi su silueta de espaldas a los lejos, el pelo tan negro y largo, rozando su zona lumbar. Se daba la vuelta, la distancia del recuerdo no me dejó pintar sus ojos de un color exacto, creo que negros cuando sonreía, marrones claros cuando me abrazaba. Con la mano que no sujetaba sus libros me hacía señas, una mano pequeña y tierna, como toda ella. Al final conseguí despegar mis ojos del cielo del bar, un cielo en penumbra, brindé con mi amigo por los viejos amores, como zanjando el tema, y la cerveza me supo tan amarga como una puñalada. Luego mi amigo empezó a contar sus historias, me contó que cuando me fui del barrio los vecinos la tomaron con él, que incluso alguno le había dejado una nota amenazándolo, pero él conocía a su gente, era gente inofensiva y olvidadiza, a los pocos meses ya nadie se acordaba de mí. Me contó que se había casado con su novia de toda la vida, a la que no conseguí poner nombre ni cara, que esperaba el segundo varón, mostrándome las  fotos de su cartera pedí otra ronda. Brindé por su familia, aconsejándole que la protegiese, con su vida si fuese necesario, me miró serio y brindó. Yo me sentí como lo que era, un cretino, quién era yo para darle consejos a este hombre, yo que no hacía más que saltar, escapar, mentir y ensuciar todo lo que se acercaba a mí. Me hacía señas con su mano, me llamaba, yo le sonreí y la llamé también, apoyado sobre la pared, saboreando un cigarro, esa tarde  de mayo. Había bajado a despedirla, no conseguí retenerla ni un minuto más en mi cuarto, tengo clases, había protestado con una voz adolescente. Dando saltitos volvió hacia mí y me besó con prisa, nerviosa, esta noche nos vemos, dijo el hombre viril y seguro que todos tenemos dentro. La vi marcharse, juraría que feliz, radiante. La acompañé con la vista hasta que dobló la esquina. Entonces miré la calle tibia y anestesiada de aquella siesta de mayo, todo un barrio sin una sombra, sereno, e indefenso. Mi amigo tenía razón. Subí a casa, metí mis cosas en una maleta, los libros en una caja, saqué el dinero de los distintos escondites  y desaparecí, con todas sus consecuencias. Mi amigo seguía hablando orgulloso de su primogénito, de su estabilidad laboral y de lo hermosa que estaba su mujer embarazada, aún más, exclamé yo. Le dije que era tarde, claro, respondió él. Pagué la última ronda mientras intercambiábamos teléfonos, él insistió en regalarme la foto de su hijo, yo le di una tarjeta con un número inexistente. En la puerta nos dimos un abrazo largo y sincero. Se marchó contento de haberme encontrado otra vez. Yo agaché la cabeza y acomodé mi bufanda, este maldito invierno no pensaba acabar nunca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario