Nunca te
había visto tan bien, o creo que dijo feliz, mi amigo, yo lo miré como si de
repente hubiese empezado a hablar en una lengua muerta. Y qué guapa era; ¡uhm!,
contesté yo con el cristal del botellín de cerveza entre los labios. Mi amigo
venía de una de mis descarriadas vidas anteriores, en la que había intentado
ser prestamista, o fue cuando monté una empresa de trabajo temporal, Granito de
arena S.L., o ambas a la vez. Por eso había tenido que salir corriendo. Con mi
amigo nos habíamos encontrado por esa casualidad infinita de esta ciudad, y la
nostalgia y el aburrimiento nos invitaron a tomar una cerveza más, otra de
tantas, habíamos sido buenos amigos. Recuerdo que varias veces intercedió,
quizás ignorándolo todo, o quizás no, para que no me dieran una paliza los
trabajadores temporales o algún prestatario alegando usura. Siempre había
estado en deuda con él. Luego dijo su nombre, como un suspiro, que quedó
flotando en la nebulosa de mis pensamientos algo más de lo normal, hasta que la
marea de una canción de los Stones se la llevó. Entonces la vi. Vi su
silueta de espaldas a los lejos, el pelo tan negro y largo, rozando su zona
lumbar. Se daba la vuelta, la distancia del recuerdo no me dejó pintar sus ojos
de un color exacto, creo que negros cuando sonreía, marrones claros cuando me
abrazaba. Con la mano que no sujetaba sus libros me hacía señas, una mano
pequeña y tierna, como toda ella. Al final conseguí despegar mis ojos del cielo
del bar, un cielo en penumbra, brindé con mi amigo por los viejos amores, como
zanjando el tema, y la cerveza me supo tan amarga como una puñalada. Luego mi
amigo empezó a contar sus historias, me contó que cuando me fui del barrio los
vecinos la tomaron con él, que incluso alguno le había dejado una nota
amenazándolo, pero él conocía a su gente, era gente inofensiva y olvidadiza, a
los pocos meses ya nadie se acordaba de mí. Me contó que se había casado con su
novia de toda la vida, a la que no conseguí poner nombre ni cara, que esperaba
el segundo varón, mostrándome las fotos de su cartera pedí otra ronda.
Brindé por su familia, aconsejándole que la protegiese, con su vida si fuese
necesario, me miró serio y brindó. Yo me sentí como lo que era, un cretino,
quién era yo para darle consejos a este hombre, yo que no hacía más que saltar,
escapar, mentir y ensuciar todo lo que se acercaba a mí. Me hacía señas con su
mano, me llamaba, yo le sonreí y la llamé también, apoyado sobre la pared,
saboreando un cigarro, esa tarde de
mayo. Había bajado a despedirla, no conseguí retenerla ni un minuto más en mi
cuarto, tengo clases, había protestado con una voz adolescente. Dando saltitos
volvió hacia mí y me besó con prisa, nerviosa, esta noche nos vemos, dijo el
hombre viril y seguro que todos tenemos dentro. La vi marcharse, juraría que
feliz, radiante. La acompañé con la vista hasta que dobló la esquina. Entonces
miré la calle tibia y anestesiada de aquella siesta de mayo, todo un barrio sin
una sombra, sereno, e indefenso. Mi amigo tenía razón. Subí a casa, metí mis
cosas en una maleta, los libros en una caja, saqué el dinero de los distintos
escondites y desaparecí, con todas sus consecuencias. Mi amigo seguía
hablando orgulloso de su primogénito, de su estabilidad laboral y de lo hermosa
que estaba su mujer embarazada, aún más, exclamé yo. Le dije que era tarde,
claro, respondió él. Pagué la última ronda mientras intercambiábamos teléfonos,
él insistió en regalarme la foto de su hijo, yo le di una tarjeta con un número
inexistente. En la puerta nos dimos un abrazo largo y sincero. Se marchó
contento de haberme encontrado otra vez. Yo agaché la cabeza y acomodé mi
bufanda, este maldito invierno no pensaba acabar nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario