Hablaba tranquilo, se expresaba sin
sobresaltos, nunca levantaba la voz, como si la vida lo hubiera preparado para
este momento. Sabía de todo, su discursos eran elaborados y coherentes, siempre mirándome a los ojos. Al principio hablábamos de lo que hasta entonces había sido el
mundo, y nuestro desangrado siglo, yo lo escuchaba atentamente pero también
atendía a cualquier ruido exterior, alerta. Cuando no concordábamos en algo
discutíamos, me alteraba, y al sentir inmediata su victoria dialéctica me
marchaba, lo dejaba solo. Pero siempre estábamos de acuerdo en lo
diminuto que son las cosas que valen la pena, aunque ninguno fuese capaz de disfrutarlas. A
los pocos días empezó a no extender su discurso hasta el final, de modo que no
tuviera que abandonarlo, intentaba simpatizar con mis razones, del mismo modo yo intentaba comprenderlo, por
lo que nuestras charlas se volvieron más largas, y a veces, a pesar de nuestros
extremos, encontrábamos un punto intermedio. Mis compañeros lo evitaban,
preferían no tratar con él, le hablaban con respeto, sí, pero no les interesaba
nada que él les pudiese transmitir. Cuando no estaban delante de él lo
insultaban, despreciaban todo lo que él
significaba para nosotros.
Los días pasaban y todos estábamos
alerta, en tensión, sin saber cuándo todo acabaría, y él parecía cada vez
más sereno. Nos pidió una Biblia, después de un largo consejo, en donde todos
expusimos nuestro parecer, le concedimos lo que nos había pedido. Según la
mayoría del consejo, era un acto humanitario, cualquier persona a pesar de su
situación tenía derecho a seguir con sus convicciones y su religión.
Nuestras charlas, que en un
principio eran únicamente políticas, fueron evolucionando hacia campos más
humanos. Era un gran amante de la poesía romántica alemana, en la que según él, se refugiaba cuando no soportaba el peso de estas paredes, aunque lo dijese de
una manera casi alegre, consciente del poder que tenía, a lo que se le unía la
fuerza demoledora de su mirada, que a mí me llenaba de tristeza. Con el papel y
pluma, que el consejo también le concedió, intentaba transcribir algunos versos
de los poemas que recordaba, una vez me los mostró. Hablaban de la fuerza del
espíritu, la templanza del guerrero en la batalla, de la espera eterna de su
amada, de la recompensa final, de que Dios siempre estaba al lado de los
buenos. Desconozco la lírica alemana de los siglos XXVIII y XIX, pero creo que
aquellos papeles no eran transcripciones, sino más bien, sus propios poemas. Él
era el guerrero al que acompañaba Dios hasta la victoria.
Una vez, ya consciente de su
proceso, nos pidió enviar una carta a su mujer. La carta era de una austeridad
y sinceridad extrema, utilizaba las palabras exactas para agradecerle todos
aquellos años a su lado, la emoción de haber conseguido juntos una vida, un
sentimiento auténtico, único, aquel que sólo puede sentir un hombre que ha
vivido lo suficiente. Después de quemarla, me encerré en el baño y lloré con
las lágrimas que hubiese derramado su mujer.
Las negociaciones no fueron
fructíferas, el Estado se negaba a aceptar las condiciones de nuestra
organización, ni siquiera a negociarlas. Lo abandonaron todos
aquellos que se definían como sus fieles compañeros de partido.
Ante la indecisión y nerviosismo
del consejo por el desenlace, incapaces de llevar al límites nuestras lucha, yo empuñe el arma, angustiada pero firme, lo
mire a los ojos, sostenido todas nuestras palabras, charlas y confidencias,
disparé al pecho de un hombre bueno.
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