domingo, 1 de febrero de 2015

Via Montalcini 8

Hablaba tranquilo, se expresaba sin sobresaltos, nunca levantaba la voz, como si la vida lo hubiera preparado para este momento. Sabía de todo, su discursos eran elaborados y coherentes, siempre mirándome a los ojos. Al principio hablábamos de lo que hasta entonces había sido el mundo, y nuestro desangrado siglo, yo lo escuchaba atentamente pero también atendía a cualquier ruido exterior, alerta. Cuando no concordábamos en algo discutíamos, me alteraba, y al sentir inmediata su victoria dialéctica me marchaba, lo dejaba solo. Pero siempre estábamos de acuerdo en lo diminuto que son las cosas que valen la pena, aunque ninguno fuese capaz de disfrutarlas. A los pocos días empezó a no extender su discurso hasta el final, de modo que no tuviera que abandonarlo, intentaba simpatizar con mis razones,  del mismo modo yo intentaba comprenderlo, por lo que nuestras charlas se volvieron más largas, y a veces, a pesar de nuestros extremos, encontrábamos un punto intermedio. Mis compañeros lo evitaban, preferían no tratar con él, le hablaban con respeto, sí, pero no les interesaba nada que él les pudiese transmitir. Cuando no estaban delante de él lo insultaban, despreciaban todo lo que él significaba para nosotros.
Los días pasaban y todos estábamos alerta, en tensión, sin saber cuándo todo acabaría, y él parecía cada vez más sereno. Nos pidió una Biblia, después de un largo consejo, en donde todos expusimos nuestro parecer, le concedimos lo que nos había pedido. Según la mayoría del consejo, era un acto humanitario, cualquier persona a pesar de su situación tenía derecho a seguir con sus convicciones y su religión.
Nuestras charlas, que en un principio eran únicamente políticas, fueron evolucionando hacia campos más humanos. Era un gran amante de la poesía romántica alemana, en la que según él, se refugiaba cuando no soportaba el peso de estas paredes, aunque lo dijese de una manera casi alegre, consciente del poder que tenía, a lo que se le unía la fuerza demoledora de su mirada, que a mí me llenaba de tristeza. Con el papel y pluma, que el consejo también le concedió, intentaba transcribir algunos versos de los poemas que recordaba, una vez me los mostró. Hablaban de la fuerza del espíritu, la templanza del guerrero en la batalla, de la espera eterna de su amada, de la recompensa final, de que Dios siempre estaba al lado de los buenos. Desconozco la lírica alemana de los siglos XXVIII y XIX, pero creo que aquellos papeles no eran transcripciones, sino más bien, sus propios poemas. Él era el guerrero al que acompañaba Dios hasta la victoria.
Una vez, ya consciente de su proceso, nos pidió enviar una carta a su mujer. La carta era de una austeridad y sinceridad extrema, utilizaba las palabras exactas para agradecerle todos aquellos años a su lado, la emoción de haber conseguido juntos una vida, un sentimiento auténtico, único, aquel que sólo puede sentir un hombre que ha vivido lo suficiente. Después de quemarla, me encerré en el baño y lloré con las lágrimas que hubiese derramado su mujer.
Las negociaciones no fueron fructíferas, el Estado se negaba a aceptar las condiciones de nuestra organización, ni siquiera a negociarlas. Lo abandonaron todos aquellos que se definían como sus fieles compañeros de partido.

Ante la indecisión y nerviosismo del consejo por el desenlace, incapaces de llevar al límites nuestras lucha, yo empuñe el arma, angustiada pero firme, lo mire a los ojos, sostenido todas nuestras palabras, charlas y confidencias, disparé al pecho de un hombre bueno.

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