De repente estoy en una plaza amplia y
luminosa, mi mano derecha sujeta una pequeña taza de café, mi mano izquierda
sostiene los dedos livianos de una mujer que me dice que le gusta estar aquí
conmigo, mientras mis ojos se pierden entre las columnas ajadas de un gran
teatro. Ahora la brisa salada me despierta frente a un mar y un cielos que
quieren ser noche, una mujer a mi lado me abraza con ternura y arena, buenas
noches dormilón, le dice a mis ojos que se vuelven a cerrar, al abrirlos veo un bosque frío de árboles moribundos divididos por un camino por el que corro, sofocado y sediento distingo una mujer a lo lejos que me hace señas,
intento alcanzarla pero el cansancio me vence y me recuesto sobre la cama de
una habitación en penumbra, la música acompaña los movimientos de una mujer que
tímida se desviste ante mí, su único espectador, excitado intento tocarla, pero
mis pasos me acercan a una ventana por donde entra toda la luz del mundo, una
luz cálida y neutral, donde mis pensamientos, por un segundo, se preguntan si
todo es un sueño o un recuerdo, si todas esas mujeres son reales o son un dibujo tierno de mi mente exhausta,
pero la luz es tan blanca que lo esconde todo. ¡Don Juan, Don Juan!, una voz me
llama, ha venido su mujer a visitarlo, cada vez está más guapa, me dice una
mujer disfrazada de enfermera, sonrío ignorante y educado. En frente de mí se
detiene una frágil y elegante señora, me besa las mejillas y me toma las manos,
yo instintivamente me entrego, aunque me gustaría preguntarle si es
alguna de las mujeres en las que por un instante pienso y olvido, recuerdo o sueño, que tal vez amé, pero jamás alcanzaría describirlas, preguntarle quién fui,
aunque poco importe, qué fuimos, aunque lo olvide, y por qué viene a
visitar a un viejo loco, pero luego se desvanecen todas las preguntas mientras
caminamos por un delicado jardín sin fin.
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