Entonces alguien se levantó de entre la
multitud adormecida, entre bostezos escucharon el discurso inédito de alguien
que hasta ese momento era una sombra más. Hemos habitado miles de mundos,
nosotros, esa especie elegida entre todas, hemos contaminado y destruido esos
mundos, humillando la hermosa creación, para luego caer en nuestro propio
abismo y extinguirnos. Ignorando nuestro pasado infame volvemos a desarrollarnos
en otro mundo, en ese juego de azar infinito del universo, y volvemos por tanto
a perdernos en las nimiedades de un patético ego, nuestras manos vuelven a
construir espejos enormes para santificarnos y alabar la gloria de nuestra vírica
existencia, desarrollamos sofisticadas fórmulas de alienación, inventamos
dioses y reyes a quienes entregarles nuestras culpas y logros, para liberarnos
de nuestra pesada conciencia y dejar por tanto que el destino fluya liviano
llevando nuestra resignada y frágil presencia terrenal. Inventamos palabras
como alegría y amor, e intentamos alcanzarlas como quien quiere atrapar golondrinas
con las manos. El auditorio, luchando contra su profunda pereza, intentaba
comprender las palabras de alguien que pretendía atravesar todas las barreras
físicas, el orador analizó a su público, intentando saber si sus palabras tenían algún
eco, si su discurso había conseguido tocar la capa sensible de aquellos que se
cubrían con una apática manta. No encontró entre la multitud de ojos signos de
vida, cerró los suyos y confesó. Anoche soñé con uno de aquellos bastardos
mundos, desde el espejismo de una ventana vi la algarabía del fin, la lucha
incesante de colores incendiaba mis pupilas asustadas, puntos débiles de luz
eran devorados por la oscuridad, la muerte y el silencio, una lluvia ácida lo
bañaba todo, y al caer en mi piel la envejecía mil años, el aire era una nube
espesa que caía por infinitas ciudades desiertas, edificios de papel eran despedazados a su vez por olas de un mar
podrido y atómico. Yo era el último habitante vivo de un mundo mecánico y
artificial, el último ser onírico
atrapada en la pesadilla del progreso humano. A miles de kilómetros distinguía
un moribundo sol a punto de explotar y borrarnos para siempre de la historia
universal, perdonándonos, tal vez, nuestra fracasada existencia. Guardo
silencio un segundo, esperando una respuesta del aletargado público, pero sólo
obtuvo más silencio, derrotado se desvaneció entre las sobras, diluyéndose
entre la multitud que esperaba que la enorme pantalla volviera a iluminarse.
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