domingo, 22 de marzo de 2015

Carolina

Me cuesta enfrentarme al papel, pero debo contar esta historia que no es otra que mi vida, la historia de una desdicha. Para ponernos en situación diré que entonces era feliz, todo lo feliz que puede ser una persona que disfruta de la naturaleza salvaje en largos paseos, que lee sin prisa, que ama y es amado por una mujer. La vida había sido generosa conmigo, la herencia de que recibí de mis padres en mi época  universitaria hizo que nunca tuviese que preocuparme por asuntos económicos, por lo que pude dedicar mi vida en exclusiva a la literatura. Había publicado algunas novelas que habían sido aceptadas por la crítica y difundidas por un editor amigo de mi difunto padre. Eran novelas mínimas en las que los protagonistas vivían en constante conflicto con su escritor, eran conscientes de ser quienes eran, seres imaginados, e intentaban revelarse contra su creador, contra mí. Me divertía este tipo de escritura en la que me sentía autor y también parte de la historia. Compartía mi vida, como ya he dicho, con mi mujer, Carolina, que era maestra de literatura en el colegio secundario de la pequeña villa donde vivíamos a las afueras de una ciudad, cuál no importan, soy de los que creen que todas las ciudades terminan siendo la misma, en todas los hombres pierden el sentido natural de su existencia, por eso habíamos elegido esta pequeña localidad entre los artificial y lo natural. Mi vida era tranquila, por las mañanas escribía sin prisas, sin agobios, por mero placer, y por las tardes Carolina y yo salíamos a pasear, o nos entregábamos a la lectura compartida del mismo libro, abrazados sobre el mismo sofá, habíamos conseguido tal nivel de sincronización que no necesitábamos avisarnos cuándo pasar de página, luego, después de cenar, charlábamos sobre el libro que habíamos compartido, o me contaba de sus clases, a veces se entristecía porque creía que la juventud ya no era capaz de disfrutar de la literatura como antes, o no descubría a ningún joven poeta entre sus alumnos, y ella se esforzaba por crear ese vínculo inmortal entre los hombres y los libros, otras veces llegaba radiante porque en su taller de escritura creativa había descubierto un signo de talento en alguno de aquellos jóvenes, a los que premiaba con la nota más alta y con el obsequio de alguno de nuestros libros más querido, ella decía que era necesario que el potencial autor o autora leyera ese libro, me decía que era una especie de inversión, que si el escritor novel no leía por ejemplo: a Borges o a Kafka, nunca explotaría su potencial, era una cuestión vital, y se esforzaba en encontrar las palabras justas para la dedicatoria del libro.  Traspasaba sus funciones didácticas y se convertía en promotora de futuros escritores. Con el paso del tiempo tuvo varios éxitos, varios de sus exalumnos llegaron a publicar interesantes novelas en las que agradecían siempre, a mi profesora Carolina por sus consejos, ella lo tomaba como verdaderos triunfos personales, yo la felicitaba, y lo celebrábamos con la conjunta lectura de dicha obra en nuestro sofá. La amaba por todo eso, por su manera de amar la literatura, por su forma a veces maquiavélica pero siempre tierna de dirigir la vida de sus alumnos hacía las letras.
 Conocí a Carolina como conoce uno a la mujer de su vida, de repente. Yo andaba  buscando una historia que contar, buscando personajes vivos que meter en las páginas en blanco, buscando también un escenario, y entonces la encontré sentada en el banco de un parque, sus ojos se perdían entre los árboles y las páginas del libro que sostenía en sus manos, quiero recordar que era Anna Karenina, pero nunca me atreví a preguntárselo, yo consciente de mis intenciones le pedí compartir el banco y poder  leer y observar, observarla, ella me miró extrañada por la petición pero accedió, hizo a un lado su mochila, y pude sentarme y leer. Al rato, intrigada me preguntó qué leía, entonces le dije que me leía a mí mismo, aunque pareciese algo narcisista necesitaba leer una vez más mi obra para una futura reedición, a ella pareció interesarle el hecho que yo fuese escritor, se ofreció para ayudarme, o al menos darme su opinión de mi novela, me pidió que le prestara mi libro y que en 2 días nos volviéramos a ver en el mismo banco a la misma hora, a mí me pareció una gran idea, en agradecimiento por su gesto le regale el ejemplar con mi número de teléfono en forma de dedicatoria, y se marchó alegando que no podía leer el libro en presencia de su autor. Al cabo de 2 días nos volvimos a encontrar, ella cargaba con mi libro y varios folios llenos de anotaciones acerca de posibles cambios que serían convenientes para la siguiente reedición, me quedé sorprendido por la intensidad de su lectura. Desgranaba página a página la historia de un oficinista que se autoimponía una disciplina casi marcial en su oficio, convirtiéndose prácticamente en un autómata, pero sin embargo era incapaz de comprender y aplicar las reglas sociales en su vida personal, había olvidado comportarse de manera cordial y también correcta con sus familiares y amigos, hasta el punto que estos dejaron de verlo y el oficinista se queda solo, anclado en su oficio hasta el día de su jubilación, cuando comprende que ha perdido todo contacto con la realidad, que la burocracia ha sido su vida y no puede seguir sin ella, por lo que se encierra en su casa, desde donde relata, a modo de informe, lo que ha sido su vida, el cual envía a Dios, quien nunca contesta a pesar de que las esperanzas del exoficinista se mantienen intactas hasta sus últimos días. El relato le parecía poco original, aunque trataba, según ella, con buena mano el tema de la soledad y la desesperación, mi manera de narrar era bastante lineal y por tanto amena. Me propuso un final alternativo: que obtuviese el burócrata la respuesta divina. Me pareció algo descabellado, pero no podía negarme a estudiar la propuesta de alguien que no dejaba de fascinarme, finalmente la novela no se reeditó, pero nosotros continuamos encontrándonos en el mismo parque cada tarde para hablar de literatura, y de ahí pasamos a hablar de nuestras vidas, y terminamos por enamorarnos de aquellos encuentros, de aquellas charlas que juramos mantener hasta el final de nuestros días. Así sería nuestra vida, así completaríamos nuestras páginas, haciéndonos imprescindibles, necesarios, complementarios, hasta aquella tarde, cuando ella no regresaría a casa después de clase. En el instituto me dijeron que ese día se había ausentado y que había avisado previamente de esto. Carolina acababa de cumplir 35 años, llevábamos 10 compartiéndolo todo, la vida era nuestra vida.
Ya han pasado más de 40 años, y sigo esperándola, he repasado miles de veces nuestras charlas, nuestros días felices, nuestras lecturas, y por supuesto, también nuestros desencuentros, y no he encontrado nunca una señal, un anuncio de lo que sería su huida, porque ella se fue, escapó, de eso no me cabe la menor duda, voluntariamente decidió dejar la vida que llevaba, para empezar otra, quién sabe cómo, quién sabe dónde. He seguido trabajando en mis novelas, he escrito varias donde el protagonista le pedía a su creador que le dijese por qué su mujer o su marido no volvía, y el autor intentaba consolarlo diciéndole que él tampoco lo sabía, que sólo cabía esperar, así lo hacían. Escribía esas historias con la intención de que ella las leyera y comprendiese el grado de mi desesperación, de mi angustia, de mi soledad. Fueron libros profundamente tristes, mi vida fue triste, no pude dejar la casa donde vivíamos, ni tampoco pude dejar su taller de escritura, el cual desde entonces realicé en casa, aunque cada vez hay menos jóvenes interesados, aunque en este tiempo alguno sí ha conseguido publicar, y al cual incentivé como lo hubiese hecho ella, aunque ya no estuviera aquí para celebrarlo con nuestra lectura conjunta.
 Ahora que mi vida llega a su fin he comprendido su propósito, Carolina consiguió ser la autora de toda mi vida, de todos mis libros, de todos mis actos, he sido, sin darme cuenta, su trabajo más perfecto, aunque creo que todo partió de mí y de mi idea de colarme en las historias de mis personajes, ella dedicó 10 años de su vida en conseguir que yo me convirtiese en aquel oficinista que nunca supo vivir más allá de su oficio, de su escritorio, más allá de ella, yo introduje ese germen perverso de obligar a alguien indirectamente a vivir solo una vida, a ser incapaz de despegarse de esa vida hasta el fin. Hoy es el final de mi libro, el final de su obra, aunque ella no escriba el desenlace siempre supo que sería con esta nota que escribo mientras la sangre de mis antebrazos se derrama por el suelo y mi mente, que se adormece lentamente, sigue pensado en ella.

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