lunes, 15 de septiembre de 2014

El Condenado

Siempre creyó que su muerte sería instantánea, indolora y suave, que en algún momento de su vejez se acabaría la arena de su reloj, después de haber vivido tanto. La situación era otra, se encontraba en el corredor de la muerte, en su sala de espera, donde las horas no pasan, donde la soledad y la muerte están tan presentes que incrementan su nostalgia, y ésta a su vez la imaginación. Se dejaba llevar y paseaba siendo un anciano por los campos de cultivo que descubrió siendo niño, se alejaba de las casas en compañía de un perro tan viejo y gastado como él,  disfrutaba de la música del campo, de la brisa de verano con la confianza que da toda una vida vivida. Imaginaba ese viejo que sería, lo veía de lejos pasear con su perro, y otras veces lo encontraba sentado en la antigua estación, por donde ya no pasan trenes ni viajeros,  reunía el coraje de acercarse al viejo, acariciándole el lomo al perro le preguntaba quién era, y cuando el viejo respondía, un hombre lloraba en una celda escuchando como el viejo decía su mismo nombre, y la edad ya no le importaba porque el tiempo hace tiempo dejó de importar, el hombre profundamente triste, le pedía al viejo que le contase cómo había sido su vida, pero éste que conoce el lenguaje del silencio sonríe, y el hombre de la sala de espera entiende que el viejo ha sido feliz, ha sabido gastar cada gramo de la arena de su reloj con honor, y  ahora sólo desea, una noche cualquiera, dormirse tan profundamente que ya jamás vuelva a despertar. Por eso el condenado reza cada noche una oración por la muerte del viejo que nunca será.

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