Siempre creyó que su muerte sería instantánea, indolora y
suave, que en algún momento de su vejez se acabaría la arena de su reloj, después
de haber vivido tanto. La situación era otra, se encontraba en el corredor de
la muerte, en su sala de espera, donde las horas no pasan,
donde la soledad y la muerte están tan presentes que incrementan su
nostalgia, y ésta a su vez la imaginación. Se dejaba llevar y paseaba siendo un
anciano por los campos de cultivo que descubrió siendo niño, se alejaba de las
casas en compañía de un perro tan viejo y gastado como él, disfrutaba de la
música del campo, de la brisa de verano con la confianza que da toda una vida
vivida. Imaginaba ese viejo que sería, lo veía de lejos pasear con su
perro, y otras veces lo encontraba sentado en la antigua estación, por donde ya
no pasan trenes ni viajeros, reunía el coraje de acercarse al viejo,
acariciándole el lomo al perro le preguntaba quién era, y cuando el viejo
respondía, un hombre lloraba en una celda escuchando como el viejo decía su
mismo nombre, y la edad ya no le importaba porque el tiempo hace tiempo dejó de
importar, el hombre profundamente triste, le pedía al viejo que le contase cómo
había sido su vida, pero éste que conoce el lenguaje del silencio sonríe, y el
hombre de la sala de espera entiende que el viejo ha sido feliz, ha sabido
gastar cada gramo de la arena de su reloj con honor, y ahora sólo desea, una noche
cualquiera, dormirse tan profundamente que ya jamás vuelva a despertar. Por eso
el condenado reza cada noche una oración por la muerte del viejo que nunca será.
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