Hay días que no sale
nada, estás una hora con el bolígrafo en la mano y la libreta se convierte en
una procesión de tachones, en esos momentos te planteas tu oficio, te levantas
de la silla y apagas el ventilador, quizás tu musa tenga frío. Sigues empeñado
acuchillando la libreta, con desaliento mueves el bolígrafo, las letras ya no
son letras, las palabras se hacen indescifrables, has escrito pero luego al releerlo
es cuando tienes que inventarte la historia, o el relato, o lo que sea que quieras
contar. Quizás un momento antes de releerlo ves el fragmento de una película, y todo ese tránsito de caracteres enigmáticos son ahora parte del
argumento de la película, o tal vez te atrapa la melancolía y recuerdas tu
niñez, y las palabras que crees leer describen un paisaje perdido en el tiempo, de tu viejo barrio, allá al otro lado del mundo, o simplemente en ese momento
no pienses en nada, y lo que has escrito sigue siendo el relato de las horas
perdidas buscando una historia, una historia que sientes que está ahí dentro
pero que no consigues sacar, te esfuerzas, te decepcionas, rompes el papel, ese
indefenso parásito que acuchillas con un bolígrafo negro, lo maldices, le
hechas la culpa a las cervezas que te tomaste antes de sentarte a escribir,
luego piensas en Poe, habré bebido lo suficiente, luego te arrepientes de haber
nombrado a Poe, pero lo has vuelto a hacer, y crees que es mejor empezar a
tachar, pero la vista se desvía hacia un montículo de monedas que hay sobre el
escritorio, las cuentas, al instante olvidas cuánto dinero era, y de que llevas
mucho tiempo escribiendo sin parar. Escribes, FIN, y lanzas el bolígrafo contra
el montón inexacto de monedas no cuantificadas.
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