domingo, 11 de enero de 2015

Alter Friedhof

Me quedé solo y sin nada que hacer, o mejor dicho, con todo por hacer. La luz entraba suave por las ventanas como sin ganas de hacerlo, y poco a poco iba iluminando los rostros dormidos y ausentes de los invitados. No había faltado ninguno, pero se notaba que todos habían venido por compromiso, para no tener que excusarse más tarde, que mentirle al anfitrión, que mentirse a todos por igual. Dormían profundamente, amontonados sobre una cama enorme, rozándose, transmitiéndo algo que no era amor, ni esperanza, sólo aire caliente que salía de sus pulmones contaminados. Yo los miraba desde la profunda incomodidad de no poder echarlos, quería correrlos a patadas de mi casa, o de lo que quedaba de ella después de tanta cerveza y tanta charla apocalíptica. El mundo desaparecería, más temprano que tarde, mañana mismo quizás, enterrado bajo toneladas de plutonio, pero eso no les había impedido conciliar el sueño, ni beber tanto, ni tan desesperadamente, mientras sonaba una música alegre y todos reían. No puedo echarlos, dónde quedaría mi reputación, dónde estaba la de ellos, por eso decidí, besándole la frente a cada uno de esos héroes, salir a caminar.
La luz que había atravesado tímidamente la ventana, en la calle era un vendaval para mis pupilas todavía sucias de oscuridad. No me crucé con ningún vecino, no vi coches circular por las calles, los árboles estaban marchitos, los pájaros había emigrado, pero de todos estos detalles me percaté una vez delante del cementerio. No recordaba muy bien como había llegado, había restos de cerveza en mi mente que habían empapado algún tramo del recorrido, pero sí, creía firmemente no haberme cruzado con nadie, ni con nada, pero ahí estaba, delante de todos los muertos de la ciudad. La verja estaba abierta por lo que me pareció natural entrar.
Caminé entre las tumbas largo rato, me detenía en alguna de ellas e intentaba leer el nombre o los datos del difunto, pero todas estaban desgastadas, las escrituras eran inteligibles. Pensé en la ferocidad del viento y del agua que ni siquiera respetan el nombre de aquellos que ya no pueden defenderse, aunque por otra parte era hasta poético que el viento les borrase el nombre, el último resto de persona que habían sido, aquello que podría haber permanecido eterno, que era inmune a nuestra defectuosa existencia biológica. Me descubrí frágil sentado en la plazoleta central de la cementerio, y lloré  por todos los desconocidos allí sepultados, como si llorase por mí, como no lo hice jamás.
A lo lejos, en las tumbas de delante de un sauce, vi la figura de un hombre depositando unas flores, sin saber porqué me acerqué a él. Se mantenía concentrado con las manos a los costados y la cabeza gacha, rezando quizás. Cuando estuve a escasos metro de él, me miró esbozando una sonrisa, como quien se encuentra con alguien después de mucho tiempo, alguien a quien has echado de menos. Para mí su rostro también me era familiar, detrás de sus arrugas y ojeras reconocía sus rasgos. Te he estado esperando, me dijo tranquilo, su voz era como su figura, delgada, pausada y profunda; no sabía muy bien cómo encontrarte, o he estado ocupado, fueron mis excusas. Encendió un cigarro y el humo nubló la vista de sus gafas. Bien, ya estás aquí, amigo mío; lo sé, lo sé, me exasperé confuso, ¿pero, qué hago aquí?, ¿por qué ahora? Este es el camino que todos hemos hecho alguna vez, dijo vaciando sus pulmones de humo negro, todos nos hacemos estas preguntas alguna vez, las respuestas que busques marcarán el resto, lo terrible sería ignorarlas, pero has llegado hasta aquí, has llorado la muerte de los hombres y ahora eres un poco menos esclavo de ella, sentenció mirándome fijamente a los ojos, era definitivo.
 Y así estuvimos un rato, enfrentados, divagando entre la vida y la muerte, entre lo finito y lo infinito, me contó del escritor alemán al que venía de vez en cuando a dejarle flores, aunque ninguna de aquellas fuese su tumba, aunque cada vez las dejase en una distinta, un tal Hans Reiter. Cuando el mundo fue recuperando su color regresé a casa, y él se perdió entre las anónimas tumbas. Por las calles ya había ruidos y rostros. Sentí que todo había sido un sueño. Cuando llegué a casa los invitados ya se habían marchado, sobre la cama quedaban sus restos de papel. Sobre mí pesaba el sueño de una eternidad sin dormir, me acosté mientras por la ventana seguía entrando leve la luz de algún sol.

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