De repente estoy en una plaza amplia y
luminosa, mi mano derecha sujeta una pequeña taza de café, mi mano izquierda
sostiene los dedos livianos de una mujer que me dice que le gusta estar aquí
conmigo, mientras mis ojos se pierden entre las columnas ajadas de un gran
teatro. Ahora la brisa salada me despierta frente a un mar y un cielos que
quieren ser noche, una mujer a mi lado me abraza con ternura y arena, buenas
noches dormilón, le dice a mis ojos que se vuelven a cerrar, al abrirlos veo un bosque frío de árboles moribundos divididos por un camino por el que corro, sofocado y sediento distingo una mujer a lo lejos que me hace señas,
intento alcanzarla pero el cansancio me vence y me recuesto sobre la cama de
una habitación en penumbra, la música acompaña los movimientos de una mujer que
tímida se desviste ante mí, su único espectador, excitado intento tocarla, pero
mis pasos me acercan a una ventana por donde entra toda la luz del mundo, una
luz cálida y neutral, donde mis pensamientos, por un segundo, se preguntan si
todo es un sueño o un recuerdo, si todas esas mujeres son reales o son un dibujo tierno de mi mente exhausta,
pero la luz es tan blanca que lo esconde todo. ¡Don Juan, Don Juan!, una voz me
llama, ha venido su mujer a visitarlo, cada vez está más guapa, me dice una
mujer disfrazada de enfermera, sonrío ignorante y educado. En frente de mí se
detiene una frágil y elegante señora, me besa las mejillas y me toma las manos,
yo instintivamente me entrego, aunque me gustaría preguntarle si es
alguna de las mujeres en las que por un instante pienso y olvido, recuerdo o sueño, que tal vez amé, pero jamás alcanzaría describirlas, preguntarle quién fui,
aunque poco importe, qué fuimos, aunque lo olvide, y por qué viene a
visitar a un viejo loco, pero luego se desvanecen todas las preguntas mientras
caminamos por un delicado jardín sin fin.
lunes, 23 de febrero de 2015
domingo, 15 de febrero de 2015
Vivir un poco
Pondré música, dulce y suave, serviré el vino en las copas, entonces
bailaremos, muy cerca, rozando nuestros cuerpos, sintiéndonos. Te besaré la
mejilla y sonreirás, todo envuelto por las sombras de un temblor de las velas.
Vivamos un poco, susurraré en tu oído, olvidemos todo y vivamos, te lo pediré
como el último mi único deseo, con los ojos asustados del niño y el
valor del hombre enamorado. Sí, responderá la voz de una niña, y abrazaré tu
cuerpo de mujer, el mismo que he buscado durante toda mi vida. Comprenderemos juntos
los secretos de este mundo, viajaremos a través de nuestros cuerpos por todos
los caminos, soñaremos unidos por la misma imaginación, nuestra compartida
ilusión, sentiremos los años, el cansancio y la angustia en nuestra piel
protegida bajo las mismas sábanas. Te amaré compañera, te seguiré en la aventura
que comenzamos incluso antes de conocernos, pero en la que siempre estuvimos, hasta la
noche que dancemos por última vez, hasta el punto final de los días mundanos de
nuestra esencia mágica. Entonces la existencia de esta pequeña suma de
sonrisas, caricias y besos habrá triunfado, y la muerte quizás no sea el fin, ni
el comienzo, ni nada, para nosotros ya no habrá límites, y todo aquello que los
hombres inventaron para ahogarse será la arena de una playa donde bañarnos
desnudos y eternos. Sólo quiero que vivamos un poco, sólo eso, Sofía.
domingo, 8 de febrero de 2015
Encuentros
Nunca te
había visto tan bien, o creo que dijo feliz, mi amigo, yo lo miré como si de
repente hubiese empezado a hablar en una lengua muerta. Y qué guapa era; ¡uhm!,
contesté yo con el cristal del botellín de cerveza entre los labios. Mi amigo
venía de una de mis descarriadas vidas anteriores, en la que había intentado
ser prestamista, o fue cuando monté una empresa de trabajo temporal, Granito de
arena S.L., o ambas a la vez. Por eso había tenido que salir corriendo. Con mi
amigo nos habíamos encontrado por esa casualidad infinita de esta ciudad, y la
nostalgia y el aburrimiento nos invitaron a tomar una cerveza más, otra de
tantas, habíamos sido buenos amigos. Recuerdo que varias veces intercedió,
quizás ignorándolo todo, o quizás no, para que no me dieran una paliza los
trabajadores temporales o algún prestatario alegando usura. Siempre había
estado en deuda con él. Luego dijo su nombre, como un suspiro, que quedó
flotando en la nebulosa de mis pensamientos algo más de lo normal, hasta que la
marea de una canción de los Stones se la llevó. Entonces la vi. Vi su
silueta de espaldas a los lejos, el pelo tan negro y largo, rozando su zona
lumbar. Se daba la vuelta, la distancia del recuerdo no me dejó pintar sus ojos
de un color exacto, creo que negros cuando sonreía, marrones claros cuando me
abrazaba. Con la mano que no sujetaba sus libros me hacía señas, una mano
pequeña y tierna, como toda ella. Al final conseguí despegar mis ojos del cielo
del bar, un cielo en penumbra, brindé con mi amigo por los viejos amores, como
zanjando el tema, y la cerveza me supo tan amarga como una puñalada. Luego mi
amigo empezó a contar sus historias, me contó que cuando me fui del barrio los
vecinos la tomaron con él, que incluso alguno le había dejado una nota
amenazándolo, pero él conocía a su gente, era gente inofensiva y olvidadiza, a
los pocos meses ya nadie se acordaba de mí. Me contó que se había casado con su
novia de toda la vida, a la que no conseguí poner nombre ni cara, que esperaba
el segundo varón, mostrándome las fotos de su cartera pedí otra ronda.
Brindé por su familia, aconsejándole que la protegiese, con su vida si fuese
necesario, me miró serio y brindó. Yo me sentí como lo que era, un cretino,
quién era yo para darle consejos a este hombre, yo que no hacía más que saltar,
escapar, mentir y ensuciar todo lo que se acercaba a mí. Me hacía señas con su
mano, me llamaba, yo le sonreí y la llamé también, apoyado sobre la pared,
saboreando un cigarro, esa tarde de
mayo. Había bajado a despedirla, no conseguí retenerla ni un minuto más en mi
cuarto, tengo clases, había protestado con una voz adolescente. Dando saltitos
volvió hacia mí y me besó con prisa, nerviosa, esta noche nos vemos, dijo el
hombre viril y seguro que todos tenemos dentro. La vi marcharse, juraría que
feliz, radiante. La acompañé con la vista hasta que dobló la esquina. Entonces
miré la calle tibia y anestesiada de aquella siesta de mayo, todo un barrio sin
una sombra, sereno, e indefenso. Mi amigo tenía razón. Subí a casa, metí mis
cosas en una maleta, los libros en una caja, saqué el dinero de los distintos
escondites y desaparecí, con todas sus consecuencias. Mi amigo seguía
hablando orgulloso de su primogénito, de su estabilidad laboral y de lo hermosa
que estaba su mujer embarazada, aún más, exclamé yo. Le dije que era tarde,
claro, respondió él. Pagué la última ronda mientras intercambiábamos teléfonos,
él insistió en regalarme la foto de su hijo, yo le di una tarjeta con un número
inexistente. En la puerta nos dimos un abrazo largo y sincero. Se marchó
contento de haberme encontrado otra vez. Yo agaché la cabeza y acomodé mi
bufanda, este maldito invierno no pensaba acabar nunca.
domingo, 1 de febrero de 2015
Via Montalcini 8
Hablaba tranquilo, se expresaba sin
sobresaltos, nunca levantaba la voz, como si la vida lo hubiera preparado para
este momento. Sabía de todo, su discursos eran elaborados y coherentes, siempre mirándome a los ojos. Al principio hablábamos de lo que hasta entonces había sido el
mundo, y nuestro desangrado siglo, yo lo escuchaba atentamente pero también
atendía a cualquier ruido exterior, alerta. Cuando no concordábamos en algo
discutíamos, me alteraba, y al sentir inmediata su victoria dialéctica me
marchaba, lo dejaba solo. Pero siempre estábamos de acuerdo en lo
diminuto que son las cosas que valen la pena, aunque ninguno fuese capaz de disfrutarlas. A
los pocos días empezó a no extender su discurso hasta el final, de modo que no
tuviera que abandonarlo, intentaba simpatizar con mis razones, del mismo modo yo intentaba comprenderlo, por
lo que nuestras charlas se volvieron más largas, y a veces, a pesar de nuestros
extremos, encontrábamos un punto intermedio. Mis compañeros lo evitaban,
preferían no tratar con él, le hablaban con respeto, sí, pero no les interesaba
nada que él les pudiese transmitir. Cuando no estaban delante de él lo
insultaban, despreciaban todo lo que él
significaba para nosotros.
Los días pasaban y todos estábamos
alerta, en tensión, sin saber cuándo todo acabaría, y él parecía cada vez
más sereno. Nos pidió una Biblia, después de un largo consejo, en donde todos
expusimos nuestro parecer, le concedimos lo que nos había pedido. Según la
mayoría del consejo, era un acto humanitario, cualquier persona a pesar de su
situación tenía derecho a seguir con sus convicciones y su religión.
Nuestras charlas, que en un
principio eran únicamente políticas, fueron evolucionando hacia campos más
humanos. Era un gran amante de la poesía romántica alemana, en la que según él, se refugiaba cuando no soportaba el peso de estas paredes, aunque lo dijese de
una manera casi alegre, consciente del poder que tenía, a lo que se le unía la
fuerza demoledora de su mirada, que a mí me llenaba de tristeza. Con el papel y
pluma, que el consejo también le concedió, intentaba transcribir algunos versos
de los poemas que recordaba, una vez me los mostró. Hablaban de la fuerza del
espíritu, la templanza del guerrero en la batalla, de la espera eterna de su
amada, de la recompensa final, de que Dios siempre estaba al lado de los
buenos. Desconozco la lírica alemana de los siglos XXVIII y XIX, pero creo que
aquellos papeles no eran transcripciones, sino más bien, sus propios poemas. Él
era el guerrero al que acompañaba Dios hasta la victoria.
Una vez, ya consciente de su
proceso, nos pidió enviar una carta a su mujer. La carta era de una austeridad
y sinceridad extrema, utilizaba las palabras exactas para agradecerle todos
aquellos años a su lado, la emoción de haber conseguido juntos una vida, un
sentimiento auténtico, único, aquel que sólo puede sentir un hombre que ha
vivido lo suficiente. Después de quemarla, me encerré en el baño y lloré con
las lágrimas que hubiese derramado su mujer.
Las negociaciones no fueron
fructíferas, el Estado se negaba a aceptar las condiciones de nuestra
organización, ni siquiera a negociarlas. Lo abandonaron todos
aquellos que se definían como sus fieles compañeros de partido.
Ante la indecisión y nerviosismo
del consejo por el desenlace, incapaces de llevar al límites nuestras lucha, yo empuñe el arma, angustiada pero firme, lo
mire a los ojos, sostenido todas nuestras palabras, charlas y confidencias,
disparé al pecho de un hombre bueno.
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