La plaza es un cuadrado
perfecto en medio de la ciudad, a partir de ella se desarrolla todo, y por lo
tanto todo vuelve allí, no importa que camino elijas, ni el motivo que te lleve
a deambular, ni siquiera el remoto tiempo y esfuerzo que gastes, siempre los
pasos volverán, intuitivamente, hacia el centro de esta urbe de laberintos. Como
en cualquier plaza de este angustiado continente se pasean artesanías y sus
artesanos, monjas y sus devotos, las musas y sus poetas, estafadores y
estafaos, y así un infinito número de protagonistas cotidianos del ruido de la
ciudad. Yo también soy un personaje de esta caótica plaza, aunque en este
momento mi paso aún no ha sido sorprendido por el retorno inesperado. Una
mañana de hace años, o no hace tanto,
decidí, o me vi obligado a tomar el camino de una de las cuatro esquinas de
la plaza en un total de ocho laberintos posibles, ya no recuerdo que camino me
sedujo, la ruta elegida carece absolutamente de sentido una vez tomada, lo que
es relevante es abandonar la plaza. En esta huida casual no he
encontrado nada realmente novedoso, todo lo que he visto, oído o sentido tiene
la huella particular de la plaza de la que escapé, sentimiento que es
compartido con los innumerables escapistas con los que me he cruzado, a ellos
también les provoca una nostalgia insoportable darse cuenta de que las aves del
camino cantan las mismas melodías, quizás a un ritmo distinto, lo mismo les
ocurre al atardecer, cuando los nubes se encienden con la misma intensidad que
en la plaza, quizás no a la misma hora. Por eso el viajero tiene la sensación
de que todo lo que le ha llevado a huir de la plaza lo persigue, y que al fin y
al cabo no ha encontrado nada que no estuviera ya dentro de él, aun así es
incapaz de volver por sus propios medios, tiene que ser la plaza, la ciudad, la
tierra, el continente, quien lo recoja cuidadosamente y lo devuelva
disimuladamente al lugar de la plaza que le pertenece.
No hay comentarios:
Publicar un comentario