Me cuesta enfrentarme al papel, pero
debo contar esta historia que no es otra que mi vida, la historia de una
desdicha. Para ponernos en situación diré que entonces era feliz, todo lo feliz
que puede ser una persona que disfruta de la naturaleza salvaje en largos
paseos, que lee sin prisa, que ama y es amado por una mujer. La vida había sido
generosa conmigo, la herencia de que recibí de mis padres en mi época universitaria hizo que nunca tuviese que preocuparme
por asuntos económicos, por lo que pude dedicar mi vida en exclusiva a la
literatura. Había publicado algunas novelas que habían sido aceptadas por la
crítica y difundidas por un editor amigo de mi difunto padre. Eran novelas
mínimas en las que los protagonistas vivían en constante conflicto con su
escritor, eran conscientes de ser quienes eran, seres imaginados, e intentaban
revelarse contra su creador, contra mí. Me divertía este tipo de escritura en
la que me sentía autor y también parte de la historia. Compartía mi vida, como
ya he dicho, con mi mujer, Carolina, que era maestra de literatura en el
colegio secundario de la pequeña villa donde vivíamos a las afueras de una
ciudad, cuál no importan, soy de los que creen que todas las ciudades terminan
siendo la misma, en todas los hombres pierden el sentido natural de su
existencia, por eso habíamos elegido esta pequeña localidad entre los
artificial y lo natural. Mi vida era tranquila, por las mañanas escribía sin
prisas, sin agobios, por mero placer, y por las tardes Carolina y yo salíamos a
pasear, o nos entregábamos a la lectura compartida del mismo libro, abrazados
sobre el mismo sofá, habíamos conseguido tal nivel de sincronización que no
necesitábamos avisarnos cuándo pasar de página, luego, después de cenar, charlábamos sobre el libro que habíamos compartido, o me contaba de sus clases,
a veces se entristecía porque creía que la juventud ya no era capaz de
disfrutar de la literatura como antes, o no descubría a ningún joven poeta
entre sus alumnos, y ella se esforzaba por crear ese vínculo inmortal entre los
hombres y los libros, otras veces llegaba radiante porque en su taller de
escritura creativa había descubierto un signo de talento en alguno de aquellos
jóvenes, a los que premiaba con la nota más alta y con el obsequio de alguno de
nuestros libros más querido, ella decía que era necesario que el potencial autor
o autora leyera ese libro, me decía que era una especie de inversión, que si el
escritor novel no leía por ejemplo: a Borges o a Kafka, nunca explotaría su
potencial, era una cuestión vital, y se esforzaba en encontrar las palabras
justas para la dedicatoria del libro. Traspasaba
sus funciones didácticas y se convertía en promotora de futuros escritores. Con
el paso del tiempo tuvo varios éxitos, varios de sus exalumnos llegaron a
publicar interesantes novelas en las que agradecían siempre, a mi profesora Carolina por sus consejos,
ella lo tomaba como verdaderos triunfos personales, yo la felicitaba, y lo
celebrábamos con la conjunta lectura de dicha obra en nuestro sofá. La amaba
por todo eso, por su manera de amar la literatura, por su forma a veces
maquiavélica pero siempre tierna de dirigir la vida de sus alumnos hacía las
letras.
Conocí a Carolina como conoce uno a la mujer
de su vida, de repente. Yo andaba buscando una historia que contar, buscando
personajes vivos que meter en las páginas en blanco, buscando también un escenario,
y entonces la encontré sentada en el banco de un parque, sus ojos se
perdían entre los árboles y las páginas del libro que sostenía en sus manos,
quiero recordar que era Anna Karenina,
pero nunca me atreví a preguntárselo, yo consciente de mis intenciones le pedí
compartir el banco y poder leer y
observar, observarla, ella me miró extrañada por la petición pero accedió, hizo
a un lado su mochila, y pude sentarme y leer. Al rato, intrigada me preguntó qué leía, entonces le dije que me leía a mí mismo, aunque pareciese algo narcisista
necesitaba leer una vez más mi obra para una futura reedición, a ella pareció
interesarle el hecho que yo fuese escritor, se ofreció para ayudarme, o al
menos darme su opinión de mi novela, me pidió que le prestara mi libro y que en
2 días nos volviéramos a ver en el mismo banco a la misma hora, a mí me pareció
una gran idea, en agradecimiento por su gesto le regale el ejemplar con mi
número de teléfono en forma de dedicatoria, y se marchó alegando que no podía
leer el libro en presencia de su autor. Al cabo de 2 días nos volvimos a
encontrar, ella cargaba con mi libro y varios folios llenos de anotaciones
acerca de posibles cambios que serían convenientes para la siguiente reedición,
me quedé sorprendido por la intensidad de su lectura. Desgranaba página a
página la historia de un oficinista que se autoimponía una disciplina casi
marcial en su oficio, convirtiéndose prácticamente en un autómata, pero sin
embargo era incapaz de comprender y aplicar las reglas sociales en su vida
personal, había olvidado comportarse de manera cordial y también correcta con
sus familiares y amigos, hasta el punto que estos dejaron de verlo y el
oficinista se queda solo, anclado en su oficio hasta el día de su jubilación,
cuando comprende que ha perdido todo contacto con la realidad, que la
burocracia ha sido su vida y no puede seguir sin ella, por lo que se encierra
en su casa, desde donde relata, a modo de informe, lo que ha sido su vida, el
cual envía a Dios, quien nunca contesta a pesar de que las esperanzas del exoficinista se mantienen intactas hasta sus últimos días. El relato le parecía
poco original, aunque trataba, según ella, con buena mano el tema de la soledad
y la desesperación, mi manera de narrar era bastante lineal y por tanto amena.
Me propuso un final alternativo: que obtuviese el burócrata la respuesta
divina. Me pareció algo descabellado, pero no podía negarme a estudiar la
propuesta de alguien que no dejaba de fascinarme, finalmente la novela no se
reeditó, pero nosotros continuamos encontrándonos en el mismo parque cada tarde
para hablar de literatura, y de ahí pasamos a hablar de nuestras vidas, y
terminamos por enamorarnos de aquellos encuentros, de aquellas charlas que
juramos mantener hasta el final de nuestros días. Así sería nuestra vida, así
completaríamos nuestras páginas, haciéndonos imprescindibles, necesarios,
complementarios, hasta aquella tarde, cuando ella no regresaría a casa después
de clase. En el instituto me dijeron que ese día se había ausentado y que había
avisado previamente de esto. Carolina acababa de cumplir 35 años, llevábamos 10
compartiéndolo todo, la vida era nuestra vida.
Ya han pasado más de 40 años, y sigo
esperándola, he repasado miles de veces nuestras charlas, nuestros días felices,
nuestras lecturas, y por supuesto, también nuestros desencuentros, y no he
encontrado nunca una señal, un anuncio de lo que sería su huida, porque ella se
fue, escapó, de eso no me cabe la menor duda, voluntariamente decidió dejar la
vida que llevaba, para empezar otra, quién sabe cómo, quién sabe dónde. He
seguido trabajando en mis novelas, he escrito varias donde el protagonista le
pedía a su creador que le dijese por qué su mujer o su marido no volvía, y el
autor intentaba consolarlo diciéndole que él tampoco lo sabía, que sólo cabía
esperar, así lo hacían. Escribía esas historias con la intención de que ella
las leyera y comprendiese el grado de mi desesperación, de mi angustia, de mi
soledad. Fueron libros profundamente tristes, mi vida fue triste, no pude dejar
la casa donde vivíamos, ni tampoco pude dejar su taller de escritura, el cual
desde entonces realicé en casa, aunque cada vez hay menos jóvenes interesados,
aunque en este tiempo alguno sí ha conseguido publicar, y al cual incentivé
como lo hubiese hecho ella, aunque ya no estuviera aquí para celebrarlo con
nuestra lectura conjunta.
Ahora que mi vida llega a su fin he
comprendido su propósito, Carolina consiguió ser la autora de toda mi vida, de
todos mis libros, de todos mis actos, he sido, sin darme cuenta, su trabajo más
perfecto, aunque creo que todo partió de mí y de mi idea de colarme en las
historias de mis personajes, ella dedicó 10 años de su vida en conseguir que yo
me convirtiese en aquel oficinista que nunca supo vivir más allá de su oficio,
de su escritorio, más allá de ella, yo introduje ese germen perverso de obligar
a alguien indirectamente a vivir solo una vida, a ser incapaz de despegarse de
esa vida hasta el fin. Hoy es el final de mi libro, el final de su obra, aunque
ella no escriba el desenlace siempre supo que sería con esta nota que escribo
mientras la sangre de mis antebrazos se derrama por el suelo y mi mente, que se
adormece lentamente, sigue pensado en ella.