domingo, 8 de marzo de 2015

El Editor

Te despiertas cada día con la necesidad de que siga siendo ayer, que las horas que has dormido sobre tu amniótica cama hayan sido apenas un parpadeo, quizás algo prolongado, pero sólo eso, levantarte y mirar que en el calendario sigue siendo 17 de un mes intermedio, de tránsito, sin brillo, que siga siendo improrrogablemente ayer, sentir que tu presente es un perpetuo pasado, para después de vestirte, retomar un camino ya gastado, y ese camino es una metáfora, claro, porque tú no sales de tu casa, de tu habitación, de tu escritorio, amurallado en tu cuaderno, en donde cada día vuelves a vivir lo mismo, repasas las líneas, el trazo seco de las palabras que ya componen una historia en parte triste, a veces alegre, como siempre al inicio, y tiene sus personajes perdidos y descompuestos que deambulan por  ciudades grises, y a veces soleadas, que a veces se emborrachan y se insultan, pero también se quieren y se odian, se sienten de vez en cuando, aunque pueda ser siempre, solas, se sienten humanas al fin y al cabo, hasta que sin saber cómo encuentran algo, un sentido, un sendero diminuto para ya no estar perdidos ni descompuestos, y se ilusionan,  se besan, se acarician, se confirman y confiesan, y disfrutan de ese lapso, atrapados en un pequeño universo húmedo y cálido, donde todo es y nada debe ser, pero tú sigues escribiendo, componiendo una historia cruda, humana y sangrienta, donde el frío existe, la humedad cala los huesos,  las flores se secan y todo lo que alguna vez fue eterno se acaba,  entonces los personajes se pierden, se ignoran, se desvanecen y evaporan, por lo que vuelven a ser caminantes de ciudades ahora más grises y menos soleadas, pero con el paso de los días intemporales se acostumbran, o fingen hacerlo, sonríen a sus vecinos, tienen proyectos que son escusas, y escusas que son mentiras, para llegar al final del día y refugiarse en una amniótica cama, dormirse profundamente deseando que mañana sea otra vez ayer, acumular días como una frontera, una costa, o una espesa y amarga niebla. Tú repasas cada día la misma historia, intentando que de repente pase algo, y bueno, no te preocupes es normal en los escritores de tu generación, no han aprendido a poner puntos finales.


Transcribo la respuesta de mi editor al que le niego el fin de mi proyecto, unas palabras entre paternales y  furtivas.

domingo, 1 de marzo de 2015

Miles de mundos

Entonces alguien se levantó de entre la multitud adormecida, entre bostezos escucharon el discurso inédito de alguien que hasta ese momento era una sombra más. Hemos habitado miles de mundos, nosotros, esa especie elegida entre todas, hemos contaminado y destruido esos mundos, humillando la hermosa creación, para luego caer en nuestro propio abismo y extinguirnos. Ignorando nuestro pasado infame volvemos a desarrollarnos en otro mundo, en ese juego de azar infinito del universo, y volvemos por tanto a perdernos en las nimiedades de un patético ego, nuestras manos vuelven a construir espejos enormes para santificarnos y alabar la gloria de nuestra vírica existencia, desarrollamos sofisticadas fórmulas de alienación, inventamos dioses y reyes a quienes entregarles nuestras culpas y logros, para liberarnos de nuestra pesada conciencia y dejar por tanto que el destino fluya liviano llevando nuestra resignada y frágil presencia terrenal. Inventamos palabras como alegría y amor, e intentamos alcanzarlas como quien quiere atrapar golondrinas con las manos. El auditorio, luchando contra su profunda pereza, intentaba comprender las palabras de alguien que pretendía atravesar todas las barreras físicas, el orador analizó a su público, intentando saber si sus palabras tenían algún eco, si su discurso había conseguido tocar la capa sensible de aquellos que se cubrían con una apática manta. No encontró entre la multitud de ojos signos de vida, cerró los suyos y confesó. Anoche soñé con uno de aquellos bastardos mundos, desde el espejismo de una ventana vi la algarabía del fin, la lucha incesante de colores incendiaba mis pupilas asustadas, puntos débiles de luz eran devorados por la oscuridad, la muerte y el silencio, una lluvia ácida lo bañaba todo, y al caer en mi piel la envejecía mil años, el aire era una nube espesa que caía por infinitas ciudades desiertas, edificios de papel eran  despedazados a su vez por olas de un mar podrido y atómico. Yo era el último habitante vivo de un mundo mecánico y artificial,  el último ser onírico atrapada en la pesadilla del progreso humano. A miles de kilómetros distinguía un moribundo sol a punto de explotar y borrarnos para siempre de la historia universal, perdonándonos, tal vez, nuestra fracasada existencia. Guardo silencio un segundo, esperando una respuesta del aletargado público, pero sólo obtuvo más silencio, derrotado se desvaneció entre las sobras, diluyéndose entre la multitud que esperaba que la enorme pantalla volviera a iluminarse.

lunes, 23 de febrero de 2015

Instantes

De repente estoy en una plaza amplia y luminosa, mi mano derecha sujeta una pequeña taza de café, mi mano izquierda sostiene los dedos livianos de una mujer que me dice que le gusta estar aquí conmigo, mientras mis ojos se pierden entre las columnas ajadas de un gran teatro. Ahora la brisa salada me despierta frente a un mar y un cielos que quieren ser noche, una mujer a mi lado me abraza con ternura y arena, buenas noches dormilón, le dice a mis ojos que se vuelven a cerrar, al abrirlos veo un bosque frío de árboles moribundos divididos por un camino por el que corro, sofocado y sediento distingo una mujer a lo lejos que me hace señas, intento alcanzarla pero el cansancio me vence y me recuesto sobre la cama de una habitación en penumbra, la música acompaña los movimientos de una mujer que tímida se desviste ante mí, su único espectador, excitado intento tocarla, pero mis pasos me acercan a una ventana por donde entra toda la luz del mundo, una luz cálida y neutral, donde mis pensamientos, por un segundo, se preguntan si todo es un sueño o un recuerdo, si todas esas mujeres son reales o  son un dibujo tierno de mi mente exhausta, pero la luz es tan blanca que lo esconde todo. ¡Don Juan, Don Juan!, una voz me llama, ha venido su mujer a visitarlo, cada vez está más guapa, me dice una mujer disfrazada de enfermera, sonrío ignorante y educado. En frente de mí se detiene una frágil y elegante señora, me besa las mejillas y me toma las manos, yo instintivamente me entrego, aunque me gustaría preguntarle si es alguna de las mujeres en las que por un instante pienso y olvido, recuerdo o sueño, que tal vez amé, pero jamás alcanzaría describirlas, preguntarle quién fui, aunque poco importe, qué fuimos, aunque lo olvide, y por qué viene a visitar a un viejo loco, pero luego se desvanecen todas las preguntas mientras caminamos por un delicado jardín sin fin.

domingo, 15 de febrero de 2015

Vivir un poco

Pondré música, dulce y suave, serviré el vino en las copas, entonces bailaremos, muy cerca, rozando nuestros cuerpos, sintiéndonos. Te besaré la mejilla y sonreirás, todo envuelto por las sombras de un temblor de las velas. Vivamos un poco, susurraré en tu oído, olvidemos todo y vivamos, te lo pediré como el último mi único deseo, con los ojos asustados del niño y el valor del hombre enamorado. Sí, responderá la voz de una niña, y abrazaré tu cuerpo de mujer, el mismo que he buscado durante toda mi vida. Comprenderemos juntos los secretos de este mundo, viajaremos a través de nuestros cuerpos por todos los caminos, soñaremos unidos por la misma imaginación, nuestra compartida ilusión, sentiremos los años, el cansancio y la angustia en nuestra piel protegida bajo las mismas sábanas. Te amaré compañera, te seguiré en la aventura que comenzamos incluso antes de conocernos, pero en la que siempre estuvimos, hasta la noche que dancemos por última vez, hasta el punto final de los días mundanos de nuestra esencia mágica. Entonces la existencia de esta pequeña suma de sonrisas, caricias y besos habrá triunfado, y la muerte quizás no sea el fin, ni el comienzo, ni nada, para nosotros ya no habrá límites, y todo aquello que los hombres inventaron para ahogarse será la arena de una playa donde bañarnos desnudos y eternos. Sólo quiero que vivamos un poco, sólo eso, Sofía.

domingo, 8 de febrero de 2015

Encuentros

Nunca te había visto tan bien, o creo que dijo feliz, mi amigo, yo lo miré como si de repente hubiese empezado a hablar en una lengua muerta. Y qué guapa era; ¡uhm!, contesté yo con el cristal del botellín de cerveza entre los labios. Mi amigo venía de una de mis descarriadas vidas anteriores, en la que había intentado ser prestamista, o fue cuando monté una empresa de trabajo temporal, Granito de arena S.L., o ambas a la vez. Por eso había tenido que salir corriendo. Con mi amigo nos habíamos encontrado por esa casualidad infinita de esta ciudad, y la nostalgia y el aburrimiento nos invitaron a tomar una cerveza más, otra de tantas, habíamos sido buenos amigos. Recuerdo que varias veces intercedió, quizás ignorándolo todo, o quizás no, para que no me dieran una paliza los trabajadores temporales o algún prestatario alegando usura. Siempre había estado en deuda con él. Luego dijo su nombre, como un suspiro, que quedó flotando en la nebulosa de mis pensamientos algo más de lo normal, hasta que la marea de una canción de los Stones se la llevó. Entonces la vi. Vi su silueta de espaldas a los lejos, el pelo tan negro y largo, rozando su zona lumbar. Se daba la vuelta, la distancia del recuerdo no me dejó pintar sus ojos de un color exacto, creo que negros cuando sonreía, marrones claros cuando me abrazaba. Con la mano que no sujetaba sus libros me hacía señas, una mano pequeña y tierna, como toda ella. Al final conseguí despegar mis ojos del cielo del bar, un cielo en penumbra, brindé con mi amigo por los viejos amores, como zanjando el tema, y la cerveza me supo tan amarga como una puñalada. Luego mi amigo empezó a contar sus historias, me contó que cuando me fui del barrio los vecinos la tomaron con él, que incluso alguno le había dejado una nota amenazándolo, pero él conocía a su gente, era gente inofensiva y olvidadiza, a los pocos meses ya nadie se acordaba de mí. Me contó que se había casado con su novia de toda la vida, a la que no conseguí poner nombre ni cara, que esperaba el segundo varón, mostrándome las  fotos de su cartera pedí otra ronda. Brindé por su familia, aconsejándole que la protegiese, con su vida si fuese necesario, me miró serio y brindó. Yo me sentí como lo que era, un cretino, quién era yo para darle consejos a este hombre, yo que no hacía más que saltar, escapar, mentir y ensuciar todo lo que se acercaba a mí. Me hacía señas con su mano, me llamaba, yo le sonreí y la llamé también, apoyado sobre la pared, saboreando un cigarro, esa tarde  de mayo. Había bajado a despedirla, no conseguí retenerla ni un minuto más en mi cuarto, tengo clases, había protestado con una voz adolescente. Dando saltitos volvió hacia mí y me besó con prisa, nerviosa, esta noche nos vemos, dijo el hombre viril y seguro que todos tenemos dentro. La vi marcharse, juraría que feliz, radiante. La acompañé con la vista hasta que dobló la esquina. Entonces miré la calle tibia y anestesiada de aquella siesta de mayo, todo un barrio sin una sombra, sereno, e indefenso. Mi amigo tenía razón. Subí a casa, metí mis cosas en una maleta, los libros en una caja, saqué el dinero de los distintos escondites  y desaparecí, con todas sus consecuencias. Mi amigo seguía hablando orgulloso de su primogénito, de su estabilidad laboral y de lo hermosa que estaba su mujer embarazada, aún más, exclamé yo. Le dije que era tarde, claro, respondió él. Pagué la última ronda mientras intercambiábamos teléfonos, él insistió en regalarme la foto de su hijo, yo le di una tarjeta con un número inexistente. En la puerta nos dimos un abrazo largo y sincero. Se marchó contento de haberme encontrado otra vez. Yo agaché la cabeza y acomodé mi bufanda, este maldito invierno no pensaba acabar nunca.

domingo, 1 de febrero de 2015

Via Montalcini 8

Hablaba tranquilo, se expresaba sin sobresaltos, nunca levantaba la voz, como si la vida lo hubiera preparado para este momento. Sabía de todo, su discursos eran elaborados y coherentes, siempre mirándome a los ojos. Al principio hablábamos de lo que hasta entonces había sido el mundo, y nuestro desangrado siglo, yo lo escuchaba atentamente pero también atendía a cualquier ruido exterior, alerta. Cuando no concordábamos en algo discutíamos, me alteraba, y al sentir inmediata su victoria dialéctica me marchaba, lo dejaba solo. Pero siempre estábamos de acuerdo en lo diminuto que son las cosas que valen la pena, aunque ninguno fuese capaz de disfrutarlas. A los pocos días empezó a no extender su discurso hasta el final, de modo que no tuviera que abandonarlo, intentaba simpatizar con mis razones,  del mismo modo yo intentaba comprenderlo, por lo que nuestras charlas se volvieron más largas, y a veces, a pesar de nuestros extremos, encontrábamos un punto intermedio. Mis compañeros lo evitaban, preferían no tratar con él, le hablaban con respeto, sí, pero no les interesaba nada que él les pudiese transmitir. Cuando no estaban delante de él lo insultaban, despreciaban todo lo que él significaba para nosotros.
Los días pasaban y todos estábamos alerta, en tensión, sin saber cuándo todo acabaría, y él parecía cada vez más sereno. Nos pidió una Biblia, después de un largo consejo, en donde todos expusimos nuestro parecer, le concedimos lo que nos había pedido. Según la mayoría del consejo, era un acto humanitario, cualquier persona a pesar de su situación tenía derecho a seguir con sus convicciones y su religión.
Nuestras charlas, que en un principio eran únicamente políticas, fueron evolucionando hacia campos más humanos. Era un gran amante de la poesía romántica alemana, en la que según él, se refugiaba cuando no soportaba el peso de estas paredes, aunque lo dijese de una manera casi alegre, consciente del poder que tenía, a lo que se le unía la fuerza demoledora de su mirada, que a mí me llenaba de tristeza. Con el papel y pluma, que el consejo también le concedió, intentaba transcribir algunos versos de los poemas que recordaba, una vez me los mostró. Hablaban de la fuerza del espíritu, la templanza del guerrero en la batalla, de la espera eterna de su amada, de la recompensa final, de que Dios siempre estaba al lado de los buenos. Desconozco la lírica alemana de los siglos XXVIII y XIX, pero creo que aquellos papeles no eran transcripciones, sino más bien, sus propios poemas. Él era el guerrero al que acompañaba Dios hasta la victoria.
Una vez, ya consciente de su proceso, nos pidió enviar una carta a su mujer. La carta era de una austeridad y sinceridad extrema, utilizaba las palabras exactas para agradecerle todos aquellos años a su lado, la emoción de haber conseguido juntos una vida, un sentimiento auténtico, único, aquel que sólo puede sentir un hombre que ha vivido lo suficiente. Después de quemarla, me encerré en el baño y lloré con las lágrimas que hubiese derramado su mujer.
Las negociaciones no fueron fructíferas, el Estado se negaba a aceptar las condiciones de nuestra organización, ni siquiera a negociarlas. Lo abandonaron todos aquellos que se definían como sus fieles compañeros de partido.

Ante la indecisión y nerviosismo del consejo por el desenlace, incapaces de llevar al límites nuestras lucha, yo empuñe el arma, angustiada pero firme, lo mire a los ojos, sostenido todas nuestras palabras, charlas y confidencias, disparé al pecho de un hombre bueno.

domingo, 25 de enero de 2015

Cartas de un desconocido

Mientras espero que acabe el mundo, escribo cartas de despedida a gente desconocida. Busco en una guía telefónica una dirección al azar, como todo en esta vida, elijo un nombre común, sin matices, para mí es sólo un destinatario: Marta García Fuente, Antonio Pérez Guerrero, Azucena Martínez Gil… Los trato con cariño como si los conociera de toda la vida, les hablo de tú, a veces les pido disculpa por no haberles escrito antes, han pasado tantos años. Les pregunto por cómo está la familia, cómo va el negocio con estos tiempos tan difíciles. Les cuento un poco de mí, que he perdido el trabajo, pero no te aflijas querido o querida, ya saldrá algo mejor. Les cuento que me acordé de ellos gracias a un álbum de fotos que recuperé en la mudanza, ahí estábamos, sonriéndole a las cámaras en algún cumpleaños, o fiesta de fin de año, o un día cualquiera, éramos felices. Sí, me mudé, no podía seguir pagando la hipoteca, y antes de ser noticia preferí dejar todo lo más limpio y ordenado posible, me educaron para ser responsable, por eso busqué algo más barato, una habitación pequeña desde donde volver a empezar. Está siendo difícil, poco a poco.
Me invento una vieja anécdota de cuando nos frecuentábamos, en el instituto, la facultad, o del barrio donde vivíamos, les digo, no te acordarás pero a mí sigue sacándome una sonrisa esa historia, falsa, por supuesto. Les pregunto también por amigos o conocidos en común, qué será de la señora Margarita y su afición de mirar por la ventana, siempre nos espiaba, aunque todos lo sabíamos, éramos sus sospechosos consentidos, o del Profesor Ramón y su irreductible bigote matemático, ¿te acuerdas? Les doy gracia por todos esos momentos que ahora recuerdo con nostalgia, aunque nunca sucedieran. Líneas más abajo, después de tantos recuerdos inventados, dejo de fingir, les confieso la verdad, pienso suicidarme, ya no tengo ninguna esperanza en esta vida, no tengo fuerzas, llevo triste muchos meses. Mi mujer me abandonó y se llevó a los niños, mi familia no quiere saber de mí, mamá está muy viejita y con Alzheimer, no me reconoce, y papá murió hace años. La vida era feliz antes, cuando eramos jóvenes, cuando nos veíamos, les digo, fuiste un gran amigo o amiga, un gran amor. Siempre te recordaré. Adiós.

Desde que empecé con mis cartas de despedidas, hace algo más de dos meses, me han devuelto 4 por no tener remitente, otras 8 no han tenido respuestas, sólo una tal Sofía Espinoza Ortiz se acuerda de mí y me ha pedido que no cometa una locura, me ha contado un poco de ella, también está separada,  me ha propuesto vernos otra vez, como si fuese la primera.

lunes, 19 de enero de 2015

El sexo de especies en extinción

Jóvenes apocalípticos,
la rabia de la mentira
el asco de la verdad

las flores que abonaremos
son los auténticos instantes
de lírica

aquello que siento
no se puede explicar
el lenguaje está vacío,
y nosotros no.

El arte y lo bello están extintos,
las lágrimas son lágrimas y nada más.

La vida es un instante de ira,
la génesis y el apocalipsis son de carne y de huesos
mirar al infinito con la intensión de encontrar alivio
 y algunas respuestas.

Nuestros ojos nunca entenderán  la belleza
sólo podrán resignarse a observarla.
Lo inútil de explicar lo bello con palabras,
mecanismo inocuo,
estéril,
entregarnos al lenguaje es fusilar
lo salvaje y lo divino de lo bello.

Después de desnudarnos sólo quedó la ropa,
nosotros nos extinguimos
yo te extinguí a vos
y vos a mí,
así sin más,
como se apagó más tarde la luz del candil,
siento decírtelo
pero eso es lo que somos,
un instante de ira,
una impredecible y fugaz explosión,
de lírica, que sé yo.

domingo, 11 de enero de 2015

Alter Friedhof

Me quedé solo y sin nada que hacer, o mejor dicho, con todo por hacer. La luz entraba suave por las ventanas como sin ganas de hacerlo, y poco a poco iba iluminando los rostros dormidos y ausentes de los invitados. No había faltado ninguno, pero se notaba que todos habían venido por compromiso, para no tener que excusarse más tarde, que mentirle al anfitrión, que mentirse a todos por igual. Dormían profundamente, amontonados sobre una cama enorme, rozándose, transmitiéndo algo que no era amor, ni esperanza, sólo aire caliente que salía de sus pulmones contaminados. Yo los miraba desde la profunda incomodidad de no poder echarlos, quería correrlos a patadas de mi casa, o de lo que quedaba de ella después de tanta cerveza y tanta charla apocalíptica. El mundo desaparecería, más temprano que tarde, mañana mismo quizás, enterrado bajo toneladas de plutonio, pero eso no les había impedido conciliar el sueño, ni beber tanto, ni tan desesperadamente, mientras sonaba una música alegre y todos reían. No puedo echarlos, dónde quedaría mi reputación, dónde estaba la de ellos, por eso decidí, besándole la frente a cada uno de esos héroes, salir a caminar.
La luz que había atravesado tímidamente la ventana, en la calle era un vendaval para mis pupilas todavía sucias de oscuridad. No me crucé con ningún vecino, no vi coches circular por las calles, los árboles estaban marchitos, los pájaros había emigrado, pero de todos estos detalles me percaté una vez delante del cementerio. No recordaba muy bien como había llegado, había restos de cerveza en mi mente que habían empapado algún tramo del recorrido, pero sí, creía firmemente no haberme cruzado con nadie, ni con nada, pero ahí estaba, delante de todos los muertos de la ciudad. La verja estaba abierta por lo que me pareció natural entrar.
Caminé entre las tumbas largo rato, me detenía en alguna de ellas e intentaba leer el nombre o los datos del difunto, pero todas estaban desgastadas, las escrituras eran inteligibles. Pensé en la ferocidad del viento y del agua que ni siquiera respetan el nombre de aquellos que ya no pueden defenderse, aunque por otra parte era hasta poético que el viento les borrase el nombre, el último resto de persona que habían sido, aquello que podría haber permanecido eterno, que era inmune a nuestra defectuosa existencia biológica. Me descubrí frágil sentado en la plazoleta central de la cementerio, y lloré  por todos los desconocidos allí sepultados, como si llorase por mí, como no lo hice jamás.
A lo lejos, en las tumbas de delante de un sauce, vi la figura de un hombre depositando unas flores, sin saber porqué me acerqué a él. Se mantenía concentrado con las manos a los costados y la cabeza gacha, rezando quizás. Cuando estuve a escasos metro de él, me miró esbozando una sonrisa, como quien se encuentra con alguien después de mucho tiempo, alguien a quien has echado de menos. Para mí su rostro también me era familiar, detrás de sus arrugas y ojeras reconocía sus rasgos. Te he estado esperando, me dijo tranquilo, su voz era como su figura, delgada, pausada y profunda; no sabía muy bien cómo encontrarte, o he estado ocupado, fueron mis excusas. Encendió un cigarro y el humo nubló la vista de sus gafas. Bien, ya estás aquí, amigo mío; lo sé, lo sé, me exasperé confuso, ¿pero, qué hago aquí?, ¿por qué ahora? Este es el camino que todos hemos hecho alguna vez, dijo vaciando sus pulmones de humo negro, todos nos hacemos estas preguntas alguna vez, las respuestas que busques marcarán el resto, lo terrible sería ignorarlas, pero has llegado hasta aquí, has llorado la muerte de los hombres y ahora eres un poco menos esclavo de ella, sentenció mirándome fijamente a los ojos, era definitivo.
 Y así estuvimos un rato, enfrentados, divagando entre la vida y la muerte, entre lo finito y lo infinito, me contó del escritor alemán al que venía de vez en cuando a dejarle flores, aunque ninguna de aquellas fuese su tumba, aunque cada vez las dejase en una distinta, un tal Hans Reiter. Cuando el mundo fue recuperando su color regresé a casa, y él se perdió entre las anónimas tumbas. Por las calles ya había ruidos y rostros. Sentí que todo había sido un sueño. Cuando llegué a casa los invitados ya se habían marchado, sobre la cama quedaban sus restos de papel. Sobre mí pesaba el sueño de una eternidad sin dormir, me acosté mientras por la ventana seguía entrando leve la luz de algún sol.

domingo, 4 de enero de 2015

Ella

Ella se desnuda mirándome a los ojos,
sin aliento, extasiado,
descifro sus misterios

Ella es pasear errante
de madrugada
por una ciudad en ruinas

Ella es un amanecer
perdido y hambriento
desde el puerto

Ella se mete en mi cama
sin despertarme, se acomoda
en mi pecho y duerme

Ella son las calles
mojadas, oscuras
desiertas, trastornadas

Ella es el silencio
en un parque
mientras el mundo estalla

Ella es lava derramada
sobre la nieve
de un perezoso volcán

Ella se emborracha,
loca y llena de ira
me ama

Ella es un palacio gris
con una fuente de agua
salada en el jardín

Ella son todas las
glicinas ardiendo
en abril

Ella es el tiempo
detenido en una
playa desierta

Ella me desnuda mirándome a los ojos,
sin excusas, indefensa,
descifra mis misterios.